No sé qué estaba haciendo exactamente ese día. Solo recuerdo que fue una tarde de esas en que todo parece ir mal sin razón. El celular con poca batería, la cabeza llena de ruido, el cuerpo arrastrando un cansancio que ni el café podía disimular. Y entonces llegó el mensaje.
"Hola, ya llegué. Estoy en la esquina con la chaqueta azul. ¿Dónde estás?"
Lo miré por unos segundos, confundida. No conocía el número. No esperaba a nadie. Mi primera reacción fue ignorarlo. No tenía tiempo para errores ajenos. Pero algo en mí —quizá ese lado curioso que no se rinde tan fácil— decidió responder.
"Creo que te equivocaste. No estoy esperando a nadie."
A los pocos minutos, me respondió:
"¡Rayos! Perdón. Parece que marqué mal. Qué vergüenza."
Y ahí debí haber dejado la conversación. Pero no lo hice.
"No te preocupes. Me pasa todo el tiempo. ¿Te dejaron plantado?"
"Sí, jajaja. Pero ya me compré un café, así que el golpe fue menos duro."
"A veces un café arregla más de lo que creemos."
Esa fue la primera conversación. Pequeña. Sin importancia. O al menos eso pensé.
Al día siguiente, me volvió a escribir. Algo sencillo. Una especie de continuación:
"Hoy me aseguré de escribir bien el número. Pero igual pensé en saludarte."
Reí. Había algo encantador en su torpeza. O tal vez en la simpleza. Era refrescante hablar con alguien que no quería nada más que conversar. Así que respondí.
Y seguimos haciéndolo. Día tras día.
Nunca me pidió una foto. Nunca me preguntó cómo era físicamente. Hablábamos de libros, de películas viejas, de nuestras mascotas, de los errores más ridículos que habíamos cometido. Me contó que tenía un gato llamado Ciro, que odiaba las lentejas, y que tenía la costumbre de escribir cartas que nunca enviaba. Yo le hablé de mi madre, que vivía en otra ciudad, de lo mucho que me costaba dormir, de lo sola que me sentía a pesar de tener gente alrededor.
En esas semanas, me sentí más acompañada que en muchos años de relaciones reales. Porque ahí, en ese número que apareció por error, encontré a alguien que no intentaba impresionarme. Solo escuchaba. Solo estaba.
Una noche, después de una conversación especialmente larga, le pregunté su nombre.
"Me llamo Elías. ¿Y tú?"
Mi corazón se detuvo por un segundo.
Ese nombre no era nuevo para mí.
Elías…
No podía ser.
Cuando le escribí mi nombre, hubo silencio. Por primera vez, tardó en responder.
"¿Tú eres la de la carta?"
"¿Qué carta?"
Me explicó que, cuando tenía diez años, en la escuela rural donde vivía, llegó un grupo de estudiantes de una ciudad cercana. Durante una jornada compartida, alguien le dejó en su mochila una nota anónima que decía: “No cambies nunca tu risa. Hace que todo suene mejor.”
Decía que había guardado esa carta durante años. Que no sabía quién la había escrito. Que incluso había pensado que alguien se había equivocado de destinatario. Pero que nunca la olvidó.
Yo no lo recordaba bien. Solo vagamente. Tenía once años. Fue una actividad escolar. Y sí, había escrito algo. Siempre fui así. Emocional. Ligeramente ridícula.
Nos reímos. Mucho. Nos sorprendimos aún más. Era imposible. ¿Qué probabilidades había de que un mensaje equivocado me trajera de vuelta a alguien a quien le había escrito una frase sin saber quién era?
Nos dijimos que debíamos conocernos. Que esto era demasiado extraño como para dejarlo pasar. Pero cuando me propuso un café, fui yo la que dudó.
Le dije que no. Que prefería dejar la historia así. Bonita. Intacta.
"¿Por qué?", preguntó.
"Porque no quiero arruinarlo. Porque por primera vez en mucho tiempo, algo me salvó sin pedirme nada a cambio."
No insistió. Lo entendió.
Y desde entonces no volvimos a hablar.
Todavía tengo su número guardado. No como contacto. Solo como una conversación anclada en lo más profundo de mi galería de chats. No lo leo siempre. Pero cuando me siento perdida, vuelvo ahí. A recordar que a veces el universo se equivoca… para acertar en lo que realmente importa.
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Editado: 19.05.2025