Historias que quisimos callar

Capítulo 17: Amores que duran solo una noche

Nunca supe su apellido.

No porque no pudiera preguntarlo, sino porque no quise. Porque desde el primer instante entendí que lo nuestro no iba a durar más allá de esa noche. No fue resignación. Fue una certeza tranquila, como si ambos supiéramos que no veníamos a quedarnos, sino a coincidir.

Fue durante un viaje. De esos que uno hace para huir sin decir que está huyendo. Había terminado una relación hacía poco. Llevaba semanas sintiéndome vacía, desconectada, como si estuviera sobreviviendo más que viviendo. Así que tomé una mochila, un pasaje en bus, y me fui. Sin destino claro. Solo necesitaba perderme un rato.

Llegué a un hostal en la costa. Pequeño, familiar, con olor a sal y a pan tostado por las mañanas. Esa primera noche, me senté sola en la terraza a mirar el mar. No tenía ganas de hablar con nadie. Solo quería que el viento me despeinara lo suficiente como para no pensar.

Y entonces apareció él.

No sé si me vio triste, o si simplemente le pareció natural sentarse a mi lado. No preguntó si podía. Solo lo hizo. Y yo no me molesté. A veces, la presencia correcta no necesita pedir permiso.

Hablamos poco al principio. Sobre el clima, el mar, la música que salía de su celular. Luego, sin darnos cuenta, estábamos contándonos cosas que uno normalmente guarda. Él me dijo que había perdido a su madre hacía un año. Que desde entonces, le costaba dormir. Yo le hablé de una relación que me había dejado rota. De cómo me dolía haberme olvidado de mí misma por tanto tiempo.

Nos entendimos sin filtros. Sin historia previa. Sin necesidad de parecer algo que no éramos.

Caminamos por la orilla durante horas. Nos reímos de tonteras. Nos abrazamos cuando el viento se puso más frío. Y en algún momento, sin planearlo, nos besamos.

Fue un beso honesto. Limpio. Como si nuestras heridas se reconocieran y decidieran darse un respiro.

Pasamos la noche juntos.

No fue una noche de pasión desbordada ni de clichés de película. Fue una noche suave. De susurros, de caricias lentas, de dos cuerpos que simplemente necesitaban ser vistos sin juicio. Dormimos abrazados. Como si no nos doliera todavía el mundo.

Al amanecer, él me preparó café.

Nos miramos y supimos que era todo. Que no nos íbamos a seguir. Que no había nada más que buscar. No porque no lo valiera… sino porque así debía ser.

Nos despedimos sin drama. Sin “te llamo después”, sin intercambio de redes sociales. Solo una frase suya que todavía llevo conmigo:

—Gracias por no hacerme sentir solo esta noche.

Y yo solo asentí. Porque había sentido lo mismo.

A veces, una sola noche basta para recordarte que estás viva. Que aún puedes conectar. Que no todo está perdido. Y que incluso los encuentros más breves pueden dejar huellas más profundas que relaciones enteras.

Nunca lo volví a ver.

Pero cada vez que escucho el sonido del mar, lo recuerdo.

No por lo que fue. Sino por lo que me devolvió.

¿Tuviste alguna vez una noche que quedó grabada para siempre?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.