Nunca lo dijimos.
Ni una vez.
No hubo “te amo” en susurros ni en gritos desesperados. No hubo confesiones dramáticas ni cartas escritas a las tres de la mañana. No nos juramos amor eterno ni hicimos promesas bajo la lluvia. No dijimos nada… pero nos lo dijimos todo.
Nos conocimos en un momento extraño de la vida. Ambos estábamos con alguien más. No felices, no comprometidos… pero acompañados. El tipo de compañía que te hace sentir más solo que la soledad misma. Nos vimos por primera vez en una reunión de trabajo. Nada especial. Gente, café, papeles, relojes. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron, pasó algo.
No fue un clic inmediato. Fue algo más lento. Más profundo. Como si nos reconociéramos sin habernos visto nunca antes.
Empezamos a hablarnos de a poco. Mensajes por trabajo. Comentarios al pasar. Y sin darnos cuenta, ya estábamos compartiendo más de lo necesario. Me preguntaba por mis días. Le preguntaba por sus noches. No hablábamos de nuestras parejas. No hacía falta. Había un pacto implícito, una línea que no cruzábamos… al menos no todavía.
Con el tiempo, empezamos a vernos fuera de las reuniones. Excusas. Cafés largos. Caminatas después del horario laboral. Ninguno se atrevía a nombrar lo que estaba creciendo, pero ambos sabíamos que ya no era solo amistad.
Nunca nos besamos.
Nunca nos tocamos de manera inapropiada.
Y sin embargo, todo en nosotros era amor.
Lo vi llorar una vez. Por un problema familiar. Me habló con los ojos húmedos, sin vergüenza, como si supiera que yo no lo iba a romper más. Yo le conté cosas que nunca le había dicho a nadie. Sobre mi infancia. Sobre mis miedos. Sobre lo que me dolía del amor.
Nos sosteníamos. En la sombra. En lo no dicho.
Pasaron meses así. Viéndonos. Acompañándonos. A veces, nuestras manos se rozaban sin querer. O nos quedábamos en silencio más tiempo del que socialmente era aceptable. Pero nunca dimos el paso. No porque no quisiéramos. Sino porque sabíamos que ese paso lo cambiaría todo. Y en el fondo… no queríamos perder lo que teníamos.
Un día, me dijo que se iba del país. Una oferta de trabajo. Un cambio de vida. Una de esas decisiones que no se piensan dos veces. Me lo dijo sin drama, sin rodeos. Yo solo asentí. Fingí que estaba feliz por él. Sonreí con los labios apretados. Le dije que lo iba a extrañar. Él también lo dijo.
Esa noche, nos quedamos sentados en su auto. Mirando la ciudad. No hablamos. No lloramos. Pero algo se rompió por dentro.
Antes de irse, me miró y dijo:
—Gracias por todo lo que fuiste para mí.
Y yo le respondí:
—Gracias por todo lo que nunca tuvimos que decirnos.
Eso fue todo.
Se fue.
No nos seguimos en redes sociales. No nos escribimos después. No hubo despedidas largas. Fue un cierre silencioso, como nuestra historia. Pero incluso hoy, años después, si pienso en alguien que me haya amado de verdad, sin condiciones, sin expectativas… pienso en él.
Porque a veces, el amor no necesita ser nombrado. No necesita etiquetas, ni títulos, ni testigos. A veces, el amor está en la forma en que alguien te escucha. En cómo te mira cuando estás rota. En cómo no te pide nada, pero te da paz.
Y eso fue él.
Nunca dijimos “te amo”.
Pero cada gesto, cada pausa, cada mirada… lo gritaba.
¿Alguna vez compartiste una historia que fue amor… aunque nadie lo dijo en voz alta?
#3178 en Novela romántica
#1107 en Otros
#9 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025