Siempre era así.
Cuando discutían. Cuando ella se iba de viaje. Cuando se dejaban “por un tiempo”. Cuando ella se enojaba y decidía desaparecer por unos días. Ahí aparecía él. Como un reflejo. Como un eco que solo responde cuando el otro se va.
Y yo lo aceptaba. Siempre.
La primera vez que nos conocimos, me dijo que estaba en una “relación complicada”. Yo, ingenua, pensé que era una forma de decir que ya estaba terminando, que era cuestión de tiempo. Que conmigo sería distinto. Que yo no era parte del patrón.
Pero era exactamente eso: parte de un patrón que él sabía ejecutar con maestría.
Cuando ella no estaba, él era todo.
Atento. Presente. Cariñoso. Me escribía de madrugada. Me decía que no entendía cómo había podido vivir tanto tiempo sin alguien como yo. Cocinábamos juntos. Me leía textos que escribía solo para mí —o eso decía—. Caminábamos de la mano por calles donde no había nadie que pudiera vernos.
Porque siempre, siempre, era en la sombra.
Cuando ella volvía, él desaparecía.
Un mensaje frío. Una excusa lógica.
—“Lo nuestro no puede avanzar ahora.”
—“Ella está mal y no la puedo dejar así.”
—“Dame tiempo.”
Y yo… le daba tiempo.
Lo justificaba. Decía que las cosas eran difíciles. Que el amor no siempre es ordenado. Que a veces uno llega cuando todo ya está revuelto, y hay que tener paciencia para que se acomode. Me convencí de que lo nuestro era real, aunque solo existiera a ratos. Aunque solo existiera cuando ella no estaba.
Me sentía especial en los días intermedios. En los vacíos que ella dejaba. En las grietas que él me ofrecía como si fueran ventanas abiertas. Me decía que no era como las otras. Que conmigo era distinto. Que nadie lo escuchaba como yo.
Pero nunca me eligió.
Nunca vino a buscarme cuando las cosas estaban bien con ella. Nunca me presentó a sus amigos. Nunca me llevó a sus lugares favoritos. Nunca me nombró con orgullo. Yo era su refugio cuando su mundo se incendiaba. Su escape cuando necesitaba aire. Su red cuando todo lo demás fallaba.
Y yo lo sabía.
Lo supe desde el principio.
Solo que me costó aceptar que me estaba conformando con sobras.
Una tarde, me escribió:
—“Terminamos. Esta vez es definitivo.”
Y yo, ilusa, creí que por fin era mi momento.
Pasaron dos semanas. Tres. Me llevó a cenar. Me besó sin miedo. Me abrazó en público. Pensé: es ahora.
Pero luego… silencio.
Volvió con ella. Otra vez.
Y yo, finalmente, lo dejé ir.
No con una gran pelea. No con reproches. Solo con una decisión silenciosa. Lo bloqueé. Lo borré. Me borré. Porque entendí que no quería ser el consuelo de nadie. Que no quería que me buscaran cuando todo lo demás fallara. Que no quería ser la opción fácil cuando la relación oficial se volvía insoportable.
Quería ser primera opción. Quería ser la elegida.
Hoy, si me escribe, ya no contesto.
No porque ya no duela, sino porque por fin entendí que no merezco quedarme donde solo soy importante en la ausencia de otra.
¿Alguien también te hizo sentir como su plan B… mientras te hacía creer que eras su salvación?
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Editado: 19.05.2025