Nunca estuve con nadie más mientras estuve con él.
Nunca.
Ni una conversación cruzada. Ni un beso robado. Ni una noche ambigua. Fui leal. Incondicional. Entera.
Y hoy… me arrepiento.
No porque crea que la fidelidad esté sobrevalorada. No porque haya alguien que me haga cuestionar mis decisiones. Me arrepiento porque, durante todo ese tiempo, la única persona a la que traicioné… fue a mí.
Estuvimos juntos cinco años. Cinco. El tipo de relación que todos desde afuera consideran estable. Nos veían en reuniones familiares, en fotos de Instagram, en los paseos del domingo, y decían: “Qué bien se ven juntos”. Y sí… nos veíamos bien.
Pero nadie ve lo que pasa cuando se apaga la pantalla.
Estaba siempre para él. En sus días malos. En sus proyectos. En sus cambios de humor. Me adapté a sus tiempos. A sus silencios. A sus reglas. A su forma de amar, que siempre era condicional. A su necesidad de sentirse libre, aunque yo me encadenara cada vez más.
Cada vez que quería hablar de algo que me dolía, él se molestaba.
—“Estás exagerando.”
—“Siempre tienes algo que reclamar.”
—“No todo puede girar en torno a tus emociones.”
Así, poco a poco, dejé de hablar.
Dejé de opinar.
Dejé de existir.
Pero seguía ahí.
Fiel.
Convencida de que eso era amar.
Mis amigas me decían que lo pensara. Que había cambiado. Que ya no era la misma. Que mi risa se escuchaba menos. Que mis ojos no brillaban igual. Pero yo las defendía de mí. Las convencía de que exageraban. Porque era más fácil justificarlo que enfrentar lo que sabía en el fondo: que estaba perdiéndome por alguien que jamás pensó en cuidarme.
Tuve oportunidades. Gente buena que se acercó. Alguien que me escuchó con atención en una noche cualquiera. Alguien que me dijo que merecía más. Alguien que me vio cuando yo ya ni me reconocía. Y aun así, no crucé la línea. Me alejé. Cerré puertas. Me repetí: “Tengo que serle fiel. Tengo que demostrar que soy distinta.”
Pero él no era fiel a mí.
No me traicionaba con otros cuerpos. Me traicionaba con su indiferencia. Con su falta de escucha. Con su manera de desaparecer cuando más lo necesitaba. Con su habilidad para culparme de todo lo que no funcionaba. Me falló una y otra vez… y yo seguí ahí, como si mi lealtad pudiera salvar lo que ya estaba muerto.
Un día desperté. Literalmente. Me miré al espejo y no supe quién era. Tenía la mirada cansada, la piel apagada, los hombros hundidos. Fue entonces cuando lo supe: no podía seguir entregándome a alguien que jamás se entregó.
Lo dejé. No hubo drama. No hubo insultos. Solo un cierre frío, como fue casi todo.
Y por primera vez en años, dormí bien.
Hoy, cuando pienso en esa etapa de mi vida, no me siento orgullosa de haber sido fiel. Porque entendí que la fidelidad, sin amor propio, es una cárcel decorada. Me arrepiento no por lo que no hice con otros, sino por todo lo que me negué a mí misma en nombre de una relación que solo existía porque yo no sabía soltar.
Fui fiel. Sí.
Pero no fui feliz.
Y eso… no lo quiero repetir.
¿También fuiste fiel a una historia que solo existía en tu cabeza?
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Editado: 19.05.2025