Nunca lo planeé.
Nunca lo busqué.
Y, sin embargo, pasó.
Ella apareció en nuestras vidas una noche cualquiera. Mi mejor amigo la conoció en un cumpleaños, y al poco tiempo ya estaba con nosotros en todo. Salidas, asados, tardes de fútbol, conversaciones largas. Encajaba con una facilidad que dolía. Era divertida, inteligente, transparente. Tenía esa risa que te despeina y esa mirada que te obliga a bajar los ojos.
Y poco a poco, sin querer… empecé a verla distinto.
Al principio fue culpa. Me decía a mí mismo que solo me caía bien. Que era normal llevarse bien con la pareja de tu amigo. Que era natural admirar su forma de pensar, lo clara que era, lo bien que trataba a todos. Pero con el tiempo, dejé de admirarla desde afuera y empecé a necesitar verla más de la cuenta. A pensar en ella cuando no estaba. A sentir celos absurdos cuando lo abrazaba delante mío.
Y ahí supe que estaba en problemas.
Jamás la toqué.
Jamás le dije nada.
Jamás intenté algo.
Pero todo mi cuerpo gritaba por dentro.
El verdadero castigo era lo que pasaba cuando nos quedábamos a solas. No por intención… sino porque así se daban las cosas. Un día lo acompañé a su casa y él salió a comprar. Nos quedamos charlando ella y yo. Media hora. Nada fuera de lugar. Pero cada palabra era un cuchillo. Porque era tan fácil hablar con ella. Tan simple. Tan sincero. Y no podía hacer nada.
Una vez me dijo:
—A veces me siento más escuchada contigo que con él.
Me sonrió después de decirlo. Natural, sin intención. Y yo… me quise ir. Porque me estaba enamorando. Y lo peor era que no podía decírselo a nadie. Ni a él. Ni a ella. Ni a mí mismo, muchas veces.
Empecé a alejarme. No porque fuera lo correcto. Sino porque ya no aguantaba más. Me dolía verla y tener que fingir que todo estaba bien. Me dolía bromear con ellos, celebrar sus aniversarios, escuchar sus planes. Me dolía ser el testigo de un amor que, en otra vida, me habría tocado a mí.
Y sí, lo sé. No era mío. Nunca lo fue.
Y aún así… dolía como si me lo hubieran arrancado.
Una noche, mi amigo me preguntó si me pasaba algo.
Le dije que estaba cansado.
Y era cierto.
Estaba cansado de desear en silencio.
De callarme.
De poner una sonrisa cada vez que quería desaparecer.
Con el tiempo, me alejé del grupo. De los dos. Me hice el ocupado. Dejé de contestar. Perdí el contacto. No porque no los quisiera. Sino porque era la única manera de sobrevivir a lo que sentía.
Hoy ya no están juntos. Las vueltas de la vida.
Ella se fue del país. Él rehizo su vida.
Y yo… nunca le dije la verdad.
Nunca le dije que, durante mucho tiempo, la quise en secreto. Que muchas veces me acosté pensando en cómo habría sido si las cosas hubieran sido distintas.
Nunca se enteró.
Y tal vez está bien así.
Porque hay amores que no necesitan ser confesados.
Porque a veces amar es también callar.
Y saber irse antes de hacer daño.
¿Te enamoraste alguna vez de alguien que no podías tocar ni nombrar?
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amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025