Nunca levantó la mano.
Nunca me gritó.
Nunca me empujó ni me encerró ni me dejó un moretón.
Y sin embargo, hoy sé que viví una relación violenta.
Estuvimos juntos cuatro años.
Al principio, era todo perfecto. Detallista. Educado. Encantador. De esos hombres que saben decir las palabras justas. Que abren la puerta del auto, que saludan a tus padres con respeto, que te escriben buenos días todos los días. Me sentía afortunada. Me decía a mí misma que había encontrado a alguien “distinto”.
Pero lo distinto no siempre es bueno.
Los primeros meses, me corregía cosas pequeñas. “No te maquilles tanto, te ves mejor natural.” “No hables tan fuerte, llama demasiado la atención.” “No te rías así en público.” Lo decía con ternura, con una sonrisa. No me di cuenta. Pensé que era cuidado. Pensé que se preocupaba por mí.
Después empezó a opinar de mis amigas. Que eran malas influencias. Que salían demasiado. Que yo era distinta. Que no necesitaba a nadie más. Que él bastaba.
Me fui alejando de a poco.
Sin darme cuenta, ya no iba a reuniones. Ya no contestaba mensajes sin avisarle. Ya no me reía fuerte. Ya no usaba lo que me gustaba. Todo lo preguntaba. Todo lo consultaba. Cada decisión pasaba por él.
Y todo esto, sin un solo grito.
Me preguntaba con cariño si estaba “pensando bien las cosas”. Me abrazaba después de nuestras “discusiones”. Me decía que me amaba más que nadie. Que si a veces se enojaba, era porque le dolía verme actuar sin pensar. Porque quería lo mejor para mí. Porque yo era su todo.
Yo lo creí.
Cada vez que sentía que algo estaba mal, me culpaba. Pensaba que exageraba. Que era sensible. Que lo estaba provocando. Me pedía perdón cuando cruzaba el límite con sus palabras, pero luego agregaba:
—“Es que me sacas de mí cuando haces esas cosas.”
Y yo lloraba. Me prometía cambiar.
Vivía con miedo de decepcionarlo.
Una vez le dije que me sentía angustiada. Que no me reconocía. Que extrañaba a mis amigas, a mi familia, a mí misma. Me respondió:
—“Si tanto extrañas eso, anda. Pero no esperes que yo esté cuando vuelvas.”
Y eso bastó para que no fuera.
Vivía atrapada en un sistema de permisos, silencios y excusas.
Hasta que una tarde, mi madre me vio en silencio, mientras almorzábamos. Me miró y me dijo:
—“Hace meses que no te escucho reír. Y eso me asusta.”
Ahí se me quebró todo.
Lloré como no lloraba desde hacía años.
No conté todo de inmediato. Me costó. Me daba vergüenza. Me daba miedo que me dijeran que era mi culpa por haberlo permitido. Pero mi terapeuta me lo dijo claro:
—“Eso también es violencia. Y es una de las más invisibles.”
Tardé meses en salir. No fue un portazo. Fue una retirada lenta. Lo bloqueé. Cambié de casa. Volví a escribirle a mis amigas. Volví a tener voz.
Y hoy, años después, me cuesta decir “fue violento”, porque no encaja con la imagen de “hombre malo” que solemos tener. Pero sí lo fue. Porque me hizo creer que el amor se medía por cuánto estaba dispuesta a borrarme.
Nunca me pegó.
Pero me destruyó igual.
Y hoy estoy reconstruyéndome.
¿Alguna vez te convencieron de que el daño no era real solo porque no dejaba moretones?
#8564 en Novela romántica
#4360 en Otros
#360 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025