Historias que quisimos callar

Capítulo 39: Él vivía en una mansión… yo en una pieza arrendada

Lo conocí en la universidad.
Yo llegaba con olor a pan tostado y pelo mojado. Siempre corriendo. Siempre con las zapatillas gastadas. Él llegaba con calma. Camisa de marca, perfumes suaves, sonrisa de niño que nunca tuvo que pedir permiso para soñar.

Al principio, no me vio.
Yo era parte del fondo, del ruido, del montón.

Hasta que una vez me escuchó hablar en clase. Opiné algo sobre un texto que nadie había entendido. Él levantó la ceja, me miró como si me viera por primera vez, y cuando terminó la sesión, me buscó.

—¿Siempre piensas así o solo cuando hay gente escuchando?
—Pienso así aunque nadie escuche —le respondí.

Y desde ese día, empezamos a hablarnos.

Era fácil hablar con él. Natural. Nunca me sentí menos… al menos no al principio. Me reía mucho con sus historias, con su torpeza escondida, con su manera de ver el mundo como si todo fuera alcanzable. Me invitaba a almorzar, a estudiar en la biblioteca, a ver películas extranjeras que yo no conocía.

La primera vez que fui a su casa, me perdí.

Era una casa enorme, de esas con portón eléctrico, jardín silencioso y cuadros caros en las paredes. Me abrió su madre, amable, distante, como quien huele una historia que no entiende. Esa tarde, mientras él preparaba café, yo recorría con la vista una vida que no era mía. Libros de pasta dura. Objetos traídos de viajes. Silencio sin necesidad de tele encendida.

Esa noche, cuando volví a mi pieza arrendada, me dolió la espalda por haber fingido postura.

Dormía en una cama de plaza y media. Mi cocina estaba en el mismo espacio que mi baño. Mi ropa colgaba detrás de una cortina. No era pobreza extrema, pero tampoco era comodidad. Era lo que podía pagar trabajando medio día y estudiando el otro medio.

Él nunca me lo hizo sentir directamente. Pero empezó a pesar.

Cuando me preguntaba por qué no viajaba. Cuando me decía que no entendía cómo podía vivir con tanto ruido. Cuando me hablaba de “renunciar a lo que no te hace feliz”, sin saber que a veces la gente no elige por felicidad, sino por necesidad.

Una vez, después de una comida en su casa, escuché a su padre decir:
—Tiene buen corazón, pero… ¿realmente crees que esto tiene futuro?

Él no respondió. Y eso me dolió más que si hubiera dicho que no.

Seguimos juntos un tiempo. Él me amaba. Yo lo amaba. Pero cada vez que me tomaba la mano en público, sentía la mirada de su mundo evaluándome. Cada vez que le regalaba algo, sabía que no podía competir con lo que él tenía de sobra. Y cada vez que hablábamos del futuro, me quedaba callada. Porque sabía que su futuro no incluía vivir en una pieza. Ni andar en micro. Ni contar las monedas a fin de mes.

Una tarde, sin pelea, le dije:
—Tú no tienes la culpa. Pero tampoco tienes que cargar con mi historia.
—No te estoy cargando —me dijo, con los ojos llenos de cosas que nunca aprendió a decir.
—No… pero tampoco sabes cómo sostenerla.

Nos abrazamos. Lloramos.
Y ahí terminó.

Hoy, cuando pienso en él, lo hago con cariño. Con rabia también, pero con ternura. Porque no fue su culpa. Ni mía. Fue del mundo. De esa brecha invisible que separa incluso lo que se ama. Del miedo a incomodar. Del amor que se quiebra por vergüenza.

No me avergüenzo de haber vivido en una pieza.
Me avergüenza haber sentido que no podía decirlo con orgullo.

¿El amor puede con todo… incluso con la diferencia de mundos?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.