Historias que quisimos callar

Capítulo 45: Me enamoré del que buscaba a mi hermana desaparecida

A veces me preguntan si la he perdonado.
Y la verdad es que no.
Porque no se trata de perdón. Se trata de ausencia. De silencio. De ese vacío que no se llena con rezos, ni con tiempo, ni con justicia.
Mi hermana desapareció hace siete años. Y desde entonces, yo desaparecí con ella.

No me fui físicamente. Sigo aquí. Caminando. Trabajando. Contestando mensajes. Pagando cuentas. Pero por dentro… nada. Por dentro, todo lo que era, se suspendió en el segundo exacto en que dejamos de saber de ella.

Tenía dieciséis. Iba de regreso del liceo. Nunca llegó. Nadie vio nada. Nadie escuchó nada. Y con el tiempo, eso fue lo más insoportable: que el mundo siguiera girando como si no hubiera una chica menos en nuestras calles.

Mi familia se fue apagando. Mi madre envejeció de golpe. Mi padre dejó de hablar de ella, como si al negarla, evitara romperse. Y yo me convertí en la hermana de la que desapareció. En la que pone carteles. En la que llama a la PDI. En la que suplica en fiscalías. En la que escribe su nombre en cada formulario.
Ya no era yo.
Era solo la voz de ella.

Y entonces apareció él.

Se presentó como voluntario en una fundación de búsqueda de personas. Supe de él porque me lo recomendaron. Me dijeron que era metódico, confiable, que se involucraba de verdad. Yo estaba harta de los que prometen, de los que se sacan fotos, de los que usan la tragedia como excusa para armar currículums de empatía. Pero cuando lo vi… algo se me movió.

No porque fuera distinto. Sino porque no me miró con lástima.

La primera vez que hablamos, me escuchó durante una hora entera. No me interrumpió. No me corrigió. No me dijo “todo va a estar bien”. Solo anotaba. Solo asentía. Y cuando terminé, me dijo:
—Vamos a buscarla. No prometo resultados, pero sí promesas cumplidas.

Y lo cumplió.

No la encontramos, claro. Pero él estuvo. En cada búsqueda. En cada pega de afiche. En cada día en que mi voz ya no salía y él hablaba por mí. En cada noticiero. En cada calle. En cada esperanza absurda que aparecía y desaparecía en segundos.

No sé cómo empezó.
Solo sé que un día, sin buscarlo, empecé a esperarlo.

Esperaba sus mensajes. Sus ideas. Su manera de acercarse sin invadir. Su forma de saber cuándo hablarme de ella… y cuándo hablarme de mí.

Una tarde, después de pegar afiches en la feria, se quedó a tomar té con nosotros. Mi madre le agradeció como si fuera un hijo. Él se sonrojó. Me miró de reojo. Y ahí supe que yo ya no estaba sola en esto.

Pero también supe que estaba traicionando algo.
Porque ¿cómo te permites sentir algo bonito… cuando tu hermana aún no vuelve?

Luché contra eso. Intenté alejarme. Me volví cortante. Me excusé. Pero él no insistió. Solo esperó. Como se espera a alguien que está peleando con su propia sombra.

Una noche, me acompañó de regreso a casa. Me contó de su hermana, que también había estado desaparecida un tiempo. Que por eso se dedicaba a esto. Que por eso entendía. Me dijo que no quería ocupar un lugar que no le correspondía, pero que si algún día quería hablar… o callar a su lado, él iba a estar.

Esa noche, lo abracé.
No como quien ama.
Sino como quien se rinde.
Y ese fue el primer paso hacia todo lo que vino después.

Empezamos a vernos más. Compartíamos el dolor, sí. Pero también empezamos a compartir espacios nuevos. Momentos nuestros. Silencios que no tenían que ver con la desaparición de mi hermana… sino con la aparición de algo más.

Y un día me besó.

Fue suave. Lento. Como si pidiera permiso con cada milímetro.

Y por primera vez en años, no sentí culpa.
Sentí miedo.
Pero no culpa.

Porque entendí que no estaba olvidando a mi hermana. Solo estaba volviendo a mí. Que no estaba reemplazando el dolor. Solo estaba abriéndome a sentir otra cosa.

No todo fue fácil. Luché con mis emociones. Con los comentarios de otros. Con mi propia necesidad de seguir siendo solo “la hermana de la desaparecida”. Pero él nunca me exigió nada. Solo se quedó. Me acompañó. Me amó en medio del desastre.

Y eso… me salvó.

No hemos dejado de buscarla. Y no vamos a hacerlo.
Pero ahora, mientras buscamos, yo también vivo.
Porque el amor no vino a reemplazar nada.
Vino a recordarme que merezco algo más que esperar.

¿Se puede amar en medio de la ausencia, cuando el corazón aún espera a otro?




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