Histriónicos

Capítulo 1

Esta historia comienza en un modesto salón de clases, de una escuela primaria situada dentro de una pequeña comunidad rodeada de montañas y extensos prados secos y áridos. Ahí, un niño llamado Oliver, de once años, esperaba su turno para continuar la lectura en voz alta. Él estaba sentado al final de la fila de bancos. Lugar desde donde comenzó a contar los asientos que faltaban antes de él mientras sus pies no dejaban de moverse. Con sus manos empapadas en sudor, se removió de su asiento una y otra vez sin que pudiera mantenerse quieto. Los nervios lo estaban envolviendo en un manto de sudor extremo. Las ideas y escenarios catastróficos viajaban en su mente a una velocidad del millón por hora. No podía pensar en otra cosa que en aclarar su garganta porque sentía que no podía respirar. Era como si alguna grave enfermedad amenazará con dejarlo mudo o sin vida.

Risas y risas provenientes de cada rincón del pequeño salón inundaron su cordura. Alcanzó a escuchar murmullos muy cerca de su oído izquierdo. Oliver se removió de su asiento, alterado por lo que acababa de escuchar. Miró en dirección a la ventana que estaba a un lado de él. Ese día hacía viento, pero por alguna razón, no lograba ventilar el espacio donde él se encontraba, aunque si tiró sus plumas y removió las hojas de su libreta.

Llegado su turno de leer, el tiempo se detuvo. Su respiración se agudizó y los latidos de su corazón comenzaron a sonar como tambores descontrolados y sin ritmo. Aquel niño de piel enfermiza y ojos dilatados, se levantó casi de inmediato de su pupitre en cuanto la maestra le pidió que continuará con la lectura.

Entonces, tomó entre sus manos sudorosas un libro del que, por los nervios, olvidó hasta el nombre. Sus oídos se ensordecieron. Tan solo podía escuchar un pitido de entre el canturreo de los alumnos, el cual se agudizó conforme avanzaba la lectura en voz alta. La voz de Oliver sonaba accidentada, con altibajos muy pronunciados y sin modulación de por medio. Las siguientes palabras brotaron desconfiadas y torpes. En las demás, el ritmo caía y subía en respuesta a su nerviosismo y al conflicto interno gestado en su mente. Estaba seguro de que los estudiantes lo fulminaban con la mirada mientras lo criticaban entre susurros y risitas burlonas por cada error o atropello vocal que cometía. Pese a todo, Oliver continuó leyendo, enfocando su vista endeble en el texto que la maestra le asignó con anterioridad. Nunca dejó de tartamudear, a pesar de que nunca tuvo problemas de lenguaje.

—Bueno, ¿es que eres tonto o te haces? — escuchó la voz de su papá. Giró la cabeza de un rincón al otro, pero no lo vio por ningún lado. En cambio, fue testigo de las miradas atónitas de los alumnos. Todos mantenían un silencio sepulcral, tan solo para ponerle atención, pero ninguno de ellos mostró diversión en sus ojos. Al contrario, parecían preocupados y extrañados. Oliver no pudo descifrar lo que en verdad sucedía, estaba confundido y agotado como para averiguarlo.

—¿Tavares, todo bien? — cuestionó la maestra, preocupada. Ella había dejado de revisar las tareas de los alumnos para mirar fijamente a quien era el primer lugar del salón.

—Sí, sí, maestra, yo… — no terminó la frase debido a que empezó a toser. Atrás de él escuchó otra risita, la cual decidió ignorar para no echar más leña al fuego a sus emociones cada vez más caóticas.

—¿Oliver? — lo llamó una voz áspera y mecánica, una voz que no parecía humana, pero tampoco era de un fantasma, o al menos a esa conclusión llegó el niño, al recordar como hablaban los fantasmas de las películas de terror que había visto en televisión.

Las delgadas piernas del niño comenzaron a temblar, sentía que en cualquier momento perdería el equilibrio. A pesar de todo, nunca soltó el libro que tenía en sus manos. En su cabecita surgió la imagen de él en el piso; derrotado y humillado ante las burlas, desaires y desprecio de los compañeritos de clase. De la distracción se equivocó al pronunciar mal la siguiente palabra. Luego carraspeó, tosió, una, dos, tres veces, hasta que su voz se quebró.

Oliver tragó saliva con dificultad, ya no se atrevía a mirar a nadie. Estaba muy seguro de que los niños le ponían demasiada atención por el incómodo y frio silencio que una vez acaparó todo el salón. Aunque al principio se daba ánimos pensando en que ya era viernes y por fin descansaría lo suficiente sin tener que levantarse muy temprano; nada de eso lo ayudó a dominar el temblor de sus manos y piernas. Conforme pasaba el tiempo, tanto su optimismo como su valentía fueron mermando hasta volverse añicos. Su confianza se quebró como si fuera un espejo del cristal más fino.

«Debes aguantar, esto es fácil, eres inteligente, es solo un texto, uno nada más», siguió intentando, Oliver, como un tranquilizante para su tormento mental.

Desafortunadamente, la batalla estaba perdida. Su padre tenía razón al decir que era inútil y débil, que nunca conseguiría ser mejor que nadie y que todos podían burlarse de él.

En consecuencia, su voz volvió a fallar al leer la siguiente palabra, posterior al punto y seguido. Abrió la boca, pero no pudo hablar. De nuevo escuchó aquella risita malvada muy cerca de su oreja. Todo comenzó a girar frente a él, el pintarron, la maestra y los muros, todos perdieron forma.

—¿Oliver? —llamó la maestra que para ese momento ya se encontraba de pie, delante del pintaron, frente a sus alumnos. Ella continuó llamándolo por su nombre luego de no obtener respuesta. Entonces y para sorpresa del niño, la melodiosa voz de la profesora se transformó en una voz mucho más marcada, como si proviniera de una máquina, de un asistente virtual.




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