Histriónicos

Capítulo 2

La historia comienza en la noche más fría y lluviosa de un once de noviembre en García, Nuevo León, al noreste del país. La metrópoli es conocida como una ciudad entre las montañas. Por un lado, se encuentra el Cerro de las Mitras y por el otro, el del Fraile, en lo que antes era un valle. Se accede a ella por Coahuila de Zaragoza tras cruzar intrincados caminos dispersos entre el relieve de roca caliza que termina en el centro histórico del municipio en mención. Y es aquí donde vive Oliver junto a sus padres, en una casa angosta de dos pisos, de estilo colonial, con ventanas y puertas a doble altura y en arcos romanos. Detrás de la popular colonia, se lograba apreciar una zona árida y rocosa, muy característico de la región; adornada con ébanos, mezquites, arbustos espinosos y otras cactáceas.

La familia tenía poco de haber llegado a la ciudad. De ellos se conocía casi nada, pues los Tavares preferían mantener la distancia de los vecinos y a duras penas intercambiaban un “Buenos días”.

—¡Ya llegué, mamá! — anunció el niño dejando el paraguas a un costado de la puerta cuando ingresó a la pequeña sala. Oliver no estaba de buen humor luego de lo ocurrido en el salón frente a los alumnos. Lo único que deseaba en ese momento era refugiarse en su habitación y dormir lo que restaba del día, pero ni eso podía hacer porque debía prepararse para un examen de habilidades, el cual presentaría al día siguiente.

Su madre lo esperaba de pie en la sala; tenía los brazos cruzados y el entrecejo fruncido, señal de que algo andaban mal. Se anticipaba una noche de gritos y reclamos. «¡Oh!, otra vez, papá», pensó Oliver, afligido. Sin darse cuenta, terminó mordiéndose las uñas.

—¿Mamá? ¿Dónde está mi papá?

—No lo sé, quieres…

De pronto, con el abrupto silencio de su madre, el niño anticipó un escenario caótico y que con seguridad siempre se terminaba cumpliendo. No hacía falta ser un mago o un brujo para saber que cuando las cosas no salían bien, el señor Tavares terminaba borracho y a la defensiva gracias a sus delirios de persecución. Así era su modus operandi y esa noche no era la excepción.

—Hice tortitas de atún. Ven a comer — dudó la mujer, trigueña, que se esforzaba por mantener una voz firme, aunque su mirada la traicionaba.

Oliver sintió un leve, pero muy incómodo, dolor que le recorría desde el brazo derecho hasta el pecho. Sin decir algo y dejando a su madre con la palabra en la boca, corrió asustado a refugiarse en su habitación, cerca de la cama. Ahí se quedó a esperar a que la discusión terminará mientras una mezcla de miedo y enojo sacudía cada parte de su cuerpo sin saber qué hacer.

La pequeña habitación estaba desordenada; papeles y envoltorios de dulces tirados por doquier. Las paredes raídas y en mal estado. Las cobijas y el edredón seguían amontonadas en un rincón, tal y como las había dejado antes de ir a la escuela. Pasado el tiempo y viendo que su corazón continuaba acelerado, se levantó de un salto para abrir su computadora portátil. Poco le importaron los gritos de furia y llanto al otro lado de la puerta. El niño tenía trabajo que hacer y se concentraría en ello. «No es mi problema, mamá quiere tolerarlo, ¡pues que lo aguante!» se dijo en su mente tratando de restarle importancia. Sin embargo, surgió un nuevo dolor en la yema del dedo que viajó hacia el antebrazo y de ahí al pecho. Entonces una idea surgió en su pequeña cabecita y rápido prendió las alarmas de alerta.

Oliver abrió el buscador de internet para introducir las palabras: “síntomas del infarto”. Estaba casi seguro de que el dolor que sentía, era una señal que no debía ignorar. «Me voy a morir, me voy a morir» repetía tantas veces en su mente. «Pero…yo quiero vivir».

Entonces, ingresó a una página web dedicada a la Salud Pública. Más tarde consultó la información de un importante hospital de la zona hasta quedar conforme y tranquilo. De esta manera comparó la sintomatología que presentaba junto a la descrita en el portal para llegar a la conclusión de que no existían tales coincidencias.

—Falsa alarma — se dijo mientras dejaba escapar el aire contenido en sus pulmones. Luego se limpió el sudor de la frente con un trapo sucio que encontró en el suelo.

No obstante, algo no cuadraba entre lo que investigó y lo que sentía, ya que ni los dolores ni las palpitaciones eran inventos. ¿Entonces qué era? «¿Por qué me duele tanto el corazón?, necesito contarle a mi mamá; ¡mejor no! No puedo decirle a nadie, no me entenderían, dirán que soy un mentiroso», pensó el niño que luchaba contra sus síntomas y contra el revoltijo dentro del estómago.

Oliver se dejó caer sobre su cama mientras concentraba su mirada en el techo y luego en la ventana con vista a la calle. Ahí se quedó un rato en lo que conseguía aliviar los síntomas. Pronto llegaron a su mente los gritos de su madre y el ruido de objetos estrellándose contra el muro, el bochorno que vivió en la clase y el examen que estaba a punto de rendir en unas horas. «¿Qué voy a hacer? Ni con un milagro aprobaré. Es mi final. Cómo deseo desaparecer, así mi papá no me castigará». Poco a poco su vista se nubló y, por un momento, a Oliver le pareció ver una sombra corpulenta delante de la puerta. De inmediato se levantó con la palma de la mano en el corazón creyendo que su padre había entrado a la habitación. Pero como no lo encontró por ningún lugar, se paseó por el cuarto hasta que se detuvo frente al escritorio donde apoyó su mano derecha. Entonces, comenzó a ojear un libro de habilidades numéricas, pero terminó aburrido. Así estuvo en las próximas horas hasta que se quedó completamente dormido.




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