A la mañana siguiente, los tres abandonaron la casita dispuestos a reanudar la marcha. Oliver fue el primero en salir y recibir los primeros rayos solares de la mañana. Cuando se disponía a bajar la loma, echó un vistazo a la fachada de la vivienda y descubrió que arriba de la puerta había una inscripción, la cual rezaba: “La tumba del soldado”. Entonces recordó la leyenda sobre el militar que luchó en la Revolución Mexicana y que cayó abatido por los contrarios. En aquel lugar se construyó una pequeña ermita en memoria del revolucionario y de sus hazañas.
«Dormí encima de una tumba», palideció el chico.
—Oliver, ¡vamos! — apresuró Adam que lo aventajaba metros adelante.
Al poco rato llegaron a un ejido, recibidos por decenas de modestas casas de barro que se alzaban a orillas de un rio seco. También estaban abandonadas. Ni siquiera las granjas tenían animales. Calle arriba, los recibió la Presidencia Municipal. A Oliver le pareció extraño que la cabecera del municipio se localizara en la comunidad de Icamole cuando en el mundo real, la zona se halla en medio de la mancha urbana. Al doblar la esquina y atravesar un sendero de mezquites, encontraron las casonas de estilo neocolonial, separadas por angostas calles empedradas.
—¿Dónde están las personas? — cuestionó el niño luego de un rato de recorrido. Era una duda que lo perseguía desde que vieron el primer lote de casas en el mundo virtual.
—No existen — respondió el conejo sin entrar en detalles. El robot estaba más enfocado en Adam.
—Ya sé que no es un lugar para humanos, pero…
—Porque no todas las personas son importantes para ti, no todas forman parte de tu vida — informó Hari.
—No entiendo
—Como dije antes, aquí verás lo que deseas o aquello que no lograste en el plano real.
Oliver recordó al hombre que vio en la cabina de conducción del tren, así como el parecido que guardaba con su padre, aunque Hari mencionó que solo vio robots.
—Si quiero ver a mis papás, ¿los veré? — continuó Oliver.
—No lo dudes.
—¿Y eso es malo?
—Depende del impacto que generen en tus emociones. Como te puede ayudar, también te puede perjudicar.
—¿Con los robots pasa igual? — intervino Adam a un lado del niño.
—No — respondió Hari.
—Me imagino que Emma también es vulnerable aquí— insinuó el robot víbora.
—También es una humana, ¿recuerdas?
—Entonces, pensé que el maquinista era mi papá porque de verdad quería verlo, ¿es así, Hari? — volvió a preguntar el chiquillo.
El conejo robot asintió sin detener la marcha.
Caminaron por varias horas, cruzando una calle y luego otra hasta llegar a la plaza principal, frente a una parroquia.
«Otro error de ubicación», pensó Oliver.
En ese momento, el niño observó, a un costado de la iglesia, una camioneta la cual le resultaba muy familiar. Una ligera sonrisa se dibujó en la famélica carita del pequeño. El vehículo se parecía al que usaba su madre para llevarlo a la escuela, en la ciudad natal; era de color rojo y de doble cabina, con un parachoques de acero.
Conforme se fueron acercando, algo llamó la atención de los robots. Detrás de la llanta delantera apareció un robot con forma de araña. El arácnido abrió los cuatro pares de ojos cuando se dio cuenta de la presencia de un ser humano en el mundo virtual. Anonadado, Oliver detuvo su andar chocando con la espalda de Adam. Hari se acercó de inmediato para hacerle unas cuantas preguntas, pero el robot araña desapareció entre las sombras, debajo del vehículo.
—¡Hola!, soy Hari, histriónico de Emma, ¿podemos hablar? — se presentó, en un intento por hacerlo regresar de la oscuridad.
El robot araña no respondió y tampoco apareció.
—¡Vámonos!, no hay que perder el tiempo — pidió Adam después de un breve silencio — ¿quién es? — preguntó una vez que reanudaron la marcha.
—Es un Histriónico araña. La única información que tengo sobre él, es que es un robot muy territorial. Custodia la sede de los “Arácnidos”. Si no quiere aparecer es mejor dejarlo así.
Oliver giro la cabeza hacia atrás para ver si podía ver al robot, aunque solo logró divisar las patas delanteras de la araña. El chico regresó la mirada hacia el frente cuando sus pies tropezaron con una piedra del tamaño de una pelota. Enojado, pateó la roca arrastrando polvo en el proceso, cansado de tropezar a cada rato. En un abrir y cerrar de ojos, Oliver se encontró en medio de la nada. Los histriónicos habían desaparecido.
—¡Adam!, ¡Hari! ¿Dónde están? —, gritó el niño a todo pulmón, pero ninguno de los autómatas le respondió.
«No tengo miedo, no pasa nada».
De pronto, a unos cuantos metros apareció una pared ultra delgada y brillosa, de color blanco, con destellos dorados que emergían desde el suelo. Inesperadamente, el niño se sintió atraído a la pared y, sin que pudiera evitarlo, se acercó a ella. Descubrió que era posible divisar lo que sucedía al otro lado. Ahí, Oliver se vio a si mismo estudiando y llorando lleno de amargura. Tanto era su dolor que ni siquiera se preocupó por limpiarse los mocos y las lágrimas que resbalaban sobre su boca, mentón y cuello. En el escritorio se encontraban los resultados de un examen de matemáticas con una calificación no aprobatoria junto a un aviso para los padres donde se les invitaba a presentarse con el Director del plantel educativo.