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Ni Hari ni Oriol movieron un solo dedo o pata por ayudar al niño, pues en ningún momento detectaron que estuviera en peligro. El Robot Uno de Seguridad movía la colita, gustoso de conocer un nuevo amigo que, además, era un pequeño humano.
Oliver se levantó aprovechando que el perrito giró la cabeza hacia el conejo, para correr en dirección de Hari y ocultarse detrás él. Enseguida, el perrito corrió tras el niño e intentó atraparlo. Oliver empezó a sentir una pizca de alivio y de esperanza, ya que utilizó toda su fuerza para mover a Hari de un lado a otro e impedir que el can lo atrapara. Muy pronto, la respiración de Oliver se volvió más estable y, por un breve instante, se olvidó del dolor y de los malos recuerdos.
—Parece que le agradas— insinuó Hari.
—¡Perro malvado!, ¡no te acerques! — dijo el niño. Oliver intentó ahuyentar al perro dando manotazos al aire, pero no logró disuadirlo. Todo lo contrario, el canino parecía más motivado en perseguir al pequeño.
—Hari, ¿por qué no me ayudas? —inquirió Oliver con las mejillas sonrojadas.
—Porque no le tienes miedo. Te estas divirtiendo — respondió el conejo, ufano.
Oriol le ordenó al perrito que se detuviera y que se sentará. El Robot Uno de Seguridad obedeció los comandos verbales previo a un ladrido como señal de confirmación. El can se comportaba igual que un soldado raso respondiendo a su general, ya que así es como lo entrenaron en la Corporación.
—Los robots de seguridad fueron creados para mejorar el estado de ánimo de los humanos con niveles de estrés demasiado alto — reveló el conejo — al menos contigo funcionó.
—No me gustan los perros, me dan miedo —respondió Oliver con una mueca, aunque al voltear la mirada, comenzó a sonreír. Su respiración estaba agitada, pero nada en su cuerpo dolía, nada le preocupaba.
—¿Y por qué lo saludaste? — cuestionó Oriol.
—Porque no quería ser grosero, respondió Oliver, sin voltear a verlos.
Tras reflexionar un instante, Oliver aceptó que su conducta fue impulsiva y agradeció que no estuviera su papá o cualquier persona que pudiera juzgarlo.
«Pero estamos en otra dimensión, aquí nadie me va a criticar», pensó el niño.
—Lo siento, es que… estoy muy nervioso — confesó Oliver cuando se animó a enfrentarlos.
El niño cerró los ojos y cabizbajo dejó escapar el aire como si llevara años manteniendo la respiración en su organismo. Con ello se desprendió de una pesada carga sobre sus hombros. El perrito ladró en su dirección.
—Te perdonó — tradujo el conejo.
A Oliver aún le faltaba conocerse así mismo, aceptar sus puntos débiles y reconocer que la perfección no existe; es inhumana. Cosas tan sencillas, que son invisibles, pero que condicionan su estilo vida y no lo dejan disfrutar de los pequeños detalles.
Detalles tan simples como la compañía de un perro, salir a caminar o leer su libro favorito. Actividades que abandonó conforme crecía. Nada tenía sentido para un niño lastimado emocionalmente. Al que una vez le dijeron que sí lloraba, lo tacharían de cobarde. Que no podía mostrarse vulnerable o lo tratarían de amanerado y todos los calificativos posibles, cuyo objetivo era denostarlo y minimizarlo.
Oliver tuvo un perrito mestizo cuando era más pequeño. Un día su padre tomó al cachorro y se lo llevó para volver más tarde sin él. La carita amistosa del perrito, que recargaba sus patitas delanteras sobre la ventana del copiloto, se convirtió en un doloroso recuerdo que resurgió al conocer al perrito robot. La camioneta junto con la mascota desapareció al doblar la esquina y, con ello, la escena se transformó en humo.
En ese preciso instante, el núcleo medular de Hari, de Oriol y del perrito empezó a emitir un pitido en respuesta al peligro que se avecinaba. A continuación, el viento ganó velocidad formando un remolino en medio del barranco, directo al valle. Sin embargo, el tornado realizó un giro perfecto en dirección a ellos. Los ojos del niño se agrandaron lo suficiente para que sus cejas quedaran levantadas.
—Eso es… es…— alcanzó a decir el niño con voz entrecortada, dejando la boca abierta, sin pronunciar la siguiente palabra.
—¡Vámonos de aquí! — gritó la araña.
Hari atrapó a Oliver cuando una mosca robot de aspecto grotesco salió del torbellino y se encaminó hacia el niño. De repente, decenas de moscas invadieron el cielo y con cada oleada de aire, derribaron árboles y destruyeron rocas. La furia era tal, que hasta cuartearon la tierra con el poder del viento. Oriol confirmó su teoría respecto al misterioso temporal que azotó la zona del rio. Aquellos eran los responsables de lo sucedido el día anterior.
El conejo robot formó una capsula circular de energía como escudo para proteger a su compañero humano. Las moscas se impactaron contra el cristal luminiscente con la intención de quebrarlo, ya que estaban decididas a derribar la fortaleza del histriónico. No les importó destruir sus cuerpos en el acto. Ellas tenían una misión y la cumplirían, aún, a costa de su existencia.