Histriónicos

Capítulo 23

A medida que la noche avanzaba y la oscuridad reinaba; la tensión en la casa también aumentó. Esta vez, Oliver se las arregló para bajar escalón por escalón, sujetándose de la barandilla, ya que su cuerpo no dejaba de temblar. No podía controlar sus piernas y brazos. Quedó tan afectado que ni siquiera podía coordinarse durante el descenso.

Finalmente consiguió llegar a donde se encontraba su madre, quien en ese momento tarareaba una canción mientras lavaba los trastes. Oliver observó que los platos ya estaban listos para guardarse; y, de cualquier manera, los volvía a lavar y secar. A pesar del buen humor que demostraba, había algo en su forma de tararear que reflejaba desesperación, angustia y dolor. Ahí estaba la mujer que siempre lloraba en su habitación después de casi llegar a los golpes con su marido. Era la misma que todos los días hacía las tareas del hogar con tanto esmero; aún y cuando la casa resplandeciera de limpia.

Melinda era un ser humano roto que solo quería a su familia unida. A Oliver le gustaba escuchar sus historias de cuando era joven y residía con sus abuelos, de sus viajes por todo el país y de sus trabajos a medio tiempo. Mientras hablaba, sus ojos brillaban y no dejaba de sonreír.

—¿Mamá? El plató ya no está sucio — apuntó el niño con voz temblorosa.

La mujer dejó lo que estaba haciendo a un lado para enfrentar a su hijo:

—¿Por qué no has dormido aún?

Oliver no tuvo tiempo de contestar cuando su padre despotricó en contra de él. Samuel afirmó que las personas le tenían envidia, que lo maltrataban y lo querían ver fracasar. Tampoco se cansó de restregarle en la cara que era un hijo imperfecto y tonto; que no puede hacer las cosas bien; que, si no se “arreglaba”, se convertiría en un malviviente.

Oliver terminó sentado en el frio suelo de la vivienda gracias a las violentas sacudidas en su cuerpo. Bajo aquella situación observó detenidamente a su padre. En ningún momento respondió a los insultos, quizás por el miedo y los espasmos musculares que sentía o porque estaba de acuerdo con sus palabras.

El hombre hizo un agujero en la cáscara de un huevo y vació la clara en el mismo vaso de vidrio, al que previamente llenó con cerveza. Melinda ni siquiera se estremeció cuando su esposo arrojó la botella al suelo. Los vidrios quedaron regados por el suelo. Uno de los fragmentos alcanzó la pierna del niño y por un momento, contempló la idea de tomarlo y apretarlo con la mano hasta que la sangre se regará por el suelo.

¿Oliver de verdad quería esa vida?, ¿en serio estaba dispuesto a volver a lo mismo? Entonces, recordó cuando regresó a casa y vio a su padre tirado en una esquina del cuarto con dos botellas de cerveza a sus costados. Era el primer día de clases en su nueva escuela. Ese día tenía la encomienda de exponer un tema frente a su grupo. La noche anterior no pudo dormir por hacer las dieciséis diapositivas sobre la “Revolución Mexicana de 1917”. Pese a su enorme esfuerzo, no logró enfrentar sus miedos, pues antes de entrar al salón, se detuvo a unos metros de la entrada. Escuchó el alboroto de los alumnos: risas y gritos. Aquello resultó abrumador para la baja autoestima del niño, que no se creía capaz de hablar en público sin errar en el intento. De repente, Oliver imaginó escenarios catastróficos. En ellos resultaba herido física y emocionalmente. En todos, Oliver se equivocaba y los niños se reían de él. Es así que decidió dar media vuelta y regresar a casa derrotado y enojado consigo mismo. Ahora, el niño no sabía cómo sentirse frente a un padre ausente que, por un lado, le exigía y le recriminaba sus resultados escolares, y por el otro, se hundía en su vicio. Sus palabras eran incongruentes con lo que hacía. Si tan inteligente se creía, ¿Por qué se dejaba dominar por su adicción?

«Yo debo estudiar para no convertirme en un malviviente, pero tú te comportas como un vagabundo, ¿quién es el fracasado?».

—Porque…— inició apuntando a su hijo y en seguida a su esposa, la cual seguía en su mundo de caramelo— por culpa de ustedes…

Samuel se levantó encorvado, no coordinaba con cada pasó que daba. Aun así, se las arregló para llegar hasta su hijo quien mantenía la mirada en el suelo.

—¡Hago lo que puedo, papá! Me cuesta aprender… me esfuerzo mucho para que tú dejes de gritarme — se defendió el niño con voz entrecortada y la mirada en cualquier lugar, menos en su progenitor.

—¡Eso!, tú lo has dicho. Eres un burro y una decepción — lamentó el hombre pateando una silla — “hago lo que puedo” — repitió en son de burla, furioso. Luego hiso una mueca de disgusto.

—Cariño, deja de molestarlo— pidió la mujer con toda la tranquilidad del mundo. Entonces, se dirigió a Oliver — Mejor vete a dormir.

Sin embargo, el hombre no estaba dispuesto a darles tregua. La noche era joven así que aprovecharía cada minuto para fastidiarlos. De un manotazo, arrojó la caja de huevos al suelo. Oliver se estremeció y saltó asustado.

—¡Papá, no te enojes! — chilló el niño, arrepentido por su breve momento de valentía. Su caparazón comenzaba a romperse.

Las piernas de Oliver no dejaban de temblar anticipando lo que sucedería a continuación, así como el nivel de violencia psicológica que debía soportar. Era demasiada carga para un niño de once años, pero a nadie parecía importarle. ¿Era mucho pedir un solo día sin gritos, sin reclamos, sin ofensas?

—¡Estoy cansado de ustedes, me voy de esta casa! — explotó el hombre.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.