Nada más recorrer unos cuantos metros, los recibieron miles de mariposas grandes y coloridas, bañadas por la luz del sol. A diferencia del bosque de los eucaliptos, que era más frío y lluvioso; aquí había una embriagadora calidez y serenidad dentro de un paisaje florido y místico.
Oliver no pudo ocultar su emoción al presenciar como ingresaba la luz a los sitios más recónditos. Pese a su deteriorado estado de salud y a su extrema palidez, Oliver se animó a caminar por su cuenta y a explorar a las mariposas que gustosas sobrevolaban alrededor de los arbustos.
Desde que despertó, luego de casi morir ahogado, guardó silencio ante la vergüenza por rendirse a la primera dificultad. Ese era su comportamiento en el mundo real. Siempre que tenía algún problema, salía huyendo; si debía exponer un tema en el salón, faltaba a clases; si le ordenaban participar en un bailable, no asistía a la escuela.
«Papá tiene razón, soy un cobarde».
Enseguida, un halo de luz descendió en forma de onda para iluminar un letrero de madera desgastada, la cual nombraba al bosque como “El Ejido del Rosario”. Luego, una pequeña mariposa de color negro, con alas naranjas, se posó sobre aquel letrero para darles la bienvenida a los visitantes.
Oliver observó que las dos alas de la mariposa estaban delineadas con venas negras y manchas blancas en medio de un naranja pálido. La reconoció al instante como la que emigra cada año de una sierra a otra, atravesando tres países, hasta llegar a su santuario.
En definitiva, verlas volar juntas y revolotear de un árbol a otro era un fenómeno natural que demostraba lo que es el verdadero trabajo en equipo, la lealtad y el compromiso.
«La unión hace la fuerza», recordó Oliver con una sonrisa.
De pronto, frente al niño, se formó una espesa neblina grisácea que ocultó la vegetación y a las mariposas que volaban de un lugar al otro. Oliver frunció el ceño, molesto por verse envuelto en otra alucinación.
A estas alturas, más que miedo le producía coraje sentirse burlado, utilizado y atacado por una dimensión que ya lo traía de encuentro. Pese a ello, se armó de valor para esparcir el humo con las manos durante varios minutos, pero fue en vano. Cada vez que avanzaba, tenía que despejar el camino, pues la neblina impedía la visibilidad.
Más tarde, los rayos solares comenzaron a bañar al niño en una poderosa estela de luz que, al resplandecer, destruyeron la bruma como por arte de magia. Oliver esperó a que la luz desapareciera para abrir los ojos y, cuando lo hizo, se encontró en medio de una plaza bordeada de nogales. Lugar donde solía jugar. El niño corrió por el sendero que atravesaba el lugar para recoger las nueces depositadas en el suelo.
—Uno, dos, tres…— comenzó la mujer tapando sus ojos para que su hijo pudiera esconderse.
Oliver se giró hacia dónde provenía la voz de aquella mujer a la que de inmediato reconoció. Ella no se molestó en ocultar la emoción y la expectativa que le generaba jugar junto a su hijo. Melinda caminó hacia un árbol y luego procedió a tapar sus ojos con las manos, una vez más, sin dejar de contar los números del uno al diez.
Un pequeño Oliver de cinco años y medio atravesó la vereda rumbo al otro extremo de donde su madre aguardaba. El niño sonrió aceptando la invitación a participar en el juego y sin demora comenzó a buscar un lugar adecuado para esconderse. Entre que no se decidía por el escondite perfecto y que su madre pronto dejaría de contar; se metió en un hueco formado por varias piedras grandes, delante de un pequeño riachuelo.
—Diez… ¡Ahora!, ¿Dónde estás? — preguntó Melinda simulando una voz infantil, en modo juguetón — ¿dónde se habrá escondido el niño más hermoso de todo el universo? — continuó.
Melinda caminó sigilosamente hacia a un árbol, pero no lo encontró. Prosiguió a revisar en un arbusto y el resultado fue el mismo. Ya cuando se iba a dar por vencida, escuchó el tronido de una rama detrás de ella. Siguiendo la dirección del ruido, se acercó a las piedras que estaban a varios metros de distancia.
—¡No puede ser!, ¡no encuentro a mi hijo por ningún lado!, ¿Dónde estará? — exclamó la mujer divertida.
Oliver tapó su boca para contener la risa que le generaba vencer a su madre en el juego. Entonces, la mujer caminó hacia las rocas y cuando estaba por atrapar a su hijo, éste saltó para asustarla.
Sin embargo, quien se encontraba frente al niño no era su madre, sino una mariposa robot de tamaño humano con dos alas enormes, desplegadas en todo su esplendor. Oliver gritó asustado por la impresión al ver a ese robot con cara de hormiga.
—Oliver, tranquilo. Tuviste otra alucinación — tranquilizó Adam que sujetó al niño para evitar que cayera de espaldas al suelo.
Oliver negó con la cabeza en repetidas ocasiones. Afirmó que no era producto de su imaginación; que más bien se trataba de uno de los pocos recuerdos que atesoraba junto a su madre. La mariposa robot parpadeó dos veces, luego descendió, levantando ráfagas de polvo y hojas de árbol.
—Extrañas a tu madre — afirmó la mariposa.
El niño la observó detenidamente, había algo en ella que le parecía familiar y pronto obtuvo la respuesta: «¿es la mariposa que siempre me ha seguido?», pensó en la pequeña mariposa azul de embriagadora luz que resplandece en los momentos de mucha tensión. Sobre todo, cuando ha perdido las esperanzas. En menos de lo que canta un gallo, Nahla negó con la cabeza. El chico retrocedió: