Imaginar que una persona muera, resulta terrible. Más cuando, cientos de humanos quedaron reducidas en ceniza sin darles tiempo para escapar. Ese pensamiento acompañó a Oliver en las siguientes horas, desde que ingresaron a la caverna rocosa, abrazada por el viento congelante. Lo primero que encontraron al entrar fue una larga escalera demasiado estrecha y muy resbalosa, gracias a las gotas que caían del techo. Oliver tuvo que bajar cada escalón sujetándose de la barandilla y del brazo del conejo robot.
Tras ellos, Adam descendía sin dificultad alguna, gracias al equipo antiderrapante incorporado en sus manos y pies. En el camino, una gota de agua cayó desde la punta de una estalactita hacia la cabeza del robot víbora. Adam levantó la mirada y, en ese momento, otra gota se desprendió de la formación geológica. Solo que esta vez, el robot la alcanzó con la palma de la mano. Dejó de caminar para contemplar el líquido sobre su piel metálica. Entonces, sin pensarlo dos veces, se la llevó a la boca con la intención de aliviar la sed que sentía hace tiempo. De alguna manera creyó que podía degustarla.
Sin embargo, la gota se derramó antes de que pudiera llegar al hueco de la boca. Resbaló por el mentón, cayó a su pecho y de ahí hasta desaparecer en la oscuridad de la caverna. A partir de ese instante, tuvo más sentido la pérdida de su cuerpo humano. Ya no era un ser humano que poseía el gusto, el tacto, la vista, el oído y el olfato. La revelación lo tomó por sorpresa, pese a que ya había recordado el ataque de Adam en su contra. Por primera vez, el hombre dentro del robot dejó de pensar en sí mismo, para concentrarse en los sentimientos de su hijo. ¿Cómo reaccionará Oliver cuando se entere de lo sucedido? ¿Qué pensará de su padre? Quizás el robot no podía sentir, pero la mente del señor Tavares comenzaba a gritar desesperado por ayuda, ahogado en su propio silencio e infierno.
Horas más tarde, los histriónicos y el niño tuvieron que subir a través de una larga escalera todavía más angosta. A Oliver le costaba creer que los turistas pudieran caminar con soltura en un lugar tan gélido y húmedo, a riesgo de sufrir un terrible accidente.
«Bueno, la verdad es que la dimensión tiende a trastornar las cosas, por lo que el mundo real puede resultar diferente».
Al final consiguieron llegar a la primera galería dentro de la caverna llamada “El Teatro”. Nombre inscrito en un letrero de madera desgastada que se mantenía clavado entre las rocas apiladas sobre el suelo. Nada más entrar, los recibió un enorme balcón de treinta y cuatro metros de altura, bordeado de barandales de acero oxidado.
—¿Por qué se llama “El teatro”? — cuestionó Oliver sin perder de vista la formación geológica del tipo sedimentaria.
Adam comenzó a revisar en su base de datos disponible, sobre información relacionada con las “Grutas de García”. Entre otras cosas, averiguó su historia junto a la formación geológica que predomina en la zona. No tardó en conocer el pasado marino de la sierra y en general al valle. Fósiles impregnados en las paredes de la caverna, como conchas y caracoles. La actual ciudad estaba situada en un lugar donde antes había un mar.
Las grutas fueron descubiertas por un cura en 1843 y, tiempo después, incorporaron un carrito con rieles, un teleférico, así como la construcción de un balcón en la entrada principal de la cueva para incrementar el turismo en la región.
—Si lo miras más de cerca, verás que se parece a una enorme cortina abierta — respondió Adam luego de un instante.
Oliver entrecerró los ojos y, aunque a simple vista no lo pareciera, los pliegues de una cortina tomaron forma casi de inmediato.
—¡Es verdad! — reaccionó Oliver con una enorme sonrisa, pese a su cara pálida.
—¿Has visitado un teatro? — preguntó Hari a un lado del barandal.
Oliver negó con la cabeza.
—Es cierto, ahora los niños prefieren usar gadgets que disfrutar de una obra de teatro en vivo y a todo color — ironizó el conejo robot.
De pronto, para sorpresa de Oliver, apareció una niña de entre nueve y diez años que salió corriendo de la oscuridad. El viento levantó sus mechones de color violeta con reflejos dorados. La niña los saludo con una gran sonrisa angelical. Sin embargo, sus ojos se agrandaron todavía más, cuando descubrió que entre los histriónicos se encontraba un niño de carne y hueso, al igual que ella.
—¡Emma! — gritó Hari provocando ecos de ruido en el túnel que ocasionaron un ligero temblor en las estructuras puntiagudas sobre el techo. Sin pensarlo dos veces, el histriónico se apresuró a llegar hasta donde se encontraba su dueña, siendo recibido por una ventosa gélida y poderosa. Ambos, niña y robot, comenzaron a saltar de alegría mientras saltaban y daban vueltas.
Oliver quedó asombrado al conocer la apariencia de aquella niña, considerando la descripción de Hari sobre ella. Para nada tenía el cabello castaño con destellos dorados. Los ojos de Emma estaban cubiertos por motas plateadas sobre una capa violeta. Tampoco era enfermiza, como lo describió el conejo; más bien, se veía muy saludable y enérgica, incluso con mejor aspecto que el propio Oliver. Cualquier que la viera pensaría que nunca estuvo involucrada en algún accidente.
El conejo robot abrazó a su dueña mientras los dos continuaban saltando, contentos por reencontrarse luego del desastre ocasionado en el mundo real. Tan pronto como Emma tocó la espalda de Hari, surgió una onda expansiva de luz blanquecina con brillos violetas y dorados que acaparó la sala de las Grutas. El sistema del conejo robot absorbió la energía generada por el relicario de Emma, el cual había levitado hasta quedar encima de la cabeza de la niña sin dejar de girar y desprender luz.