—Mi papá está en casa, tú eres un impostor que quiere hacerme daño. No te creo, no te creo — siguió insistiendo Oliver con la voz quebrada. En su mente suplicaba porque su madre lo escuchara gritar y acudiera a su auxilio para escapar de la horrible pesadilla. El dolor en el brazo izquierdo acrecentó con punzadas siguiendo el ritmo de sus latidos, mientras la ligera molestia en la cabeza pasó a volverse insoportable.
—Ese día me pediste algo, ¿lo recuerdas? Tenías cinco años cuando viste un tren con rieles en el aparador de una tienda. Yo te dije que en cuanto pudiera lo compraría y… En realidad, nunca lo hice — lloró aquel hombre.
—Yo recuerdo que no quería bajar del pasamanos y tú me empujaste — aclaró el niño envuelto en su dolor. Si el impostor deseaba molestar, Oliver se aseguraría de dar batalla.
—No…
—Recuerdo que mi madre me preguntó cómo me caí.
—No, Oliver…
—Le dije que me tropecé, pero no era verdad. Me empujaste contra las piedras porque te enojaste conmigo.
La cara del holograma estaba horrorizada. Samuel Tavares se encargó de que Oliver le tuviera miedo. Siempre fue muy exigente a la hora de educarlo porque deseaba que su hijo fuera mejor que él, que se convirtiera en un profesionista de renombre. Todo lo hizo en el supuesto de que el fin justifica los medios. Algo que tarde o temprano, terminaría agradeciendo.
Hoy, en medio de una caverna donde la única luz que entra proviene de un pequeño agujero del techo, reconoció lo equivocado que estaba. Samuel había desperdiciado una corta vida junto a su hijo. Un inocente al que no le hizo algún favor. Por el contrario, lo volvió un niño temeroso y débil emocionalmente. De lo único que estaba seguro es que, si la vida le concedía una segunda oportunidad, no lastimaría los sentimientos de su esposa e hijo. No los invalidaría o minimizaría.
El señor Tavares asumió su responsabilidad con aplomo porque ya no había tiempo para lamentaciones. Quizás su cambio de conciencia sea un autoengaño; al ser de palabras y no de hechos. Quizás esté diciendo la verdad y busque corregir sus acciones o talvez sea el deseo desesperado por enmendar sus errores y obtener el perdón.
Oliver no sabía cómo justificar y perdonar los malos tratos de quien, se supone, debía protegerlo y amarlo. Por mucho dolor que le haya ocasionado, Oliver jamás dejaría de quererlo en su vida.
—Soy un hombre que se equivocó y ahora lo lamento tanto. Por favor, perdóname, hijo — concluyó el holograma con una petición que se volvió desesperada.
La niña, detrás de Hari, se mantuvo en silencio. Solo se limpió las lágrimas que corrían en sus mejillas con las mangas del suéter. Oliver no podía contradecir al holograma. Su mente se hallaba dominada por un torbellino de sentimientos que no lograba entender. Un laberinto de emociones encontradas y pensamientos desordenados.
—¡Oh! Es una escena muy conmovedora — interrumpió una voz monótona y mecánica que Oliver reconoció al instante. La interrupción venía acompañada de aplausos.
La piel del niño se erizó cuando la figura femenina, que sobresalía en la oscuridad, apareció entre la neblina. Emma también la reconoció como la asidua compañera en sus más profundas pesadillas. Tal fue su disgusto que no se molestó en ocultar la repulsión que le provocaba.
A continuación, Hari lanzó un poderoso destello de luz para deshacer la niebla y comprobar la identidad del robot, aunque por el timbre de voz ya sabía de quien se trataba. Entonces, sin perder el tiempo, se interpuso delante de la niña. La sombra caminó en dirección a un pequeño letrero rústico con las palabras “Salón del aire”. Se tomó su tiempo para acariciar la madera y quitar los restos de polvo que ocultaban la mitad del nombre.
Enseguida, el conejo robot activó la cápsula de protección sobre la niña. La energía que en ese momento emergía de su núcleo medular era cristalina, pero consistente. Esta vez, la luz se mostraba más sólida y luminosa, con destellos violetas y dorados. El holograma solo se quedó inmóvil, aunque su atención se enfocó en la misteriosa criatura oculta en las tinieblas, la energía del conejo robot conseguía mimetizarlo. Oliver, enojado por la actitud cobarde de Adam, que cada vez que se enfrentan a una situación difícil, se hacía el tonto para pasar desapercibido, retrocedió hacia el acceso del túnel. En todo momento mantuvo su mano derecha sobre el pecho.
Entonces, aquella sombra se materializó en la forma del robot humanoide blanquecino llamado Araxe. Oliver estuvo a punto de caer al suelo rocoso cuando sintió como flaqueaban sus piernas. El terror que le generaba el misterioso ser que no terminaba por convertirse en robot, pero tampoco en un ser humano, le producía extraños sentimientos de culpa. También sintió que el corazón latía a toda prisa con la sensación de que en cualquier instante rompería la piel de su pecho adolorido para salir disparado al exterior.
«No te asustes, Oliver. Nada es real», repitió el niño, una y otra vez, para sí mismo.
Emma, en cambio, parecía absorta ante la octava maravilla del mundo, tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas que brillaban de emoción. Estaba sorprendida, más ya no le generaba miedo. El conejo robot que mantenía sus ojos en la niña, decidió tomarla del brazo para captar su atención.
—No es alguien bueno — le recordó.
Araxe se dirigió a Emma a quien le regaló una amplia y siniestra sonrisa. Quizás pretendía infundir miedo, pero consiguió el efecto contrario; ella le sostuvo la mirada. Mientras que Oliver ocultó su cara con las manos.
La niña frunció el ceño, Emma se creía muy valiente a pesar de su corta edad. Si algo le había enseñado su abuelo es a no mostrarse débil ante el enemigo. Puesto que, si dejas que te pisoteen una vez, lo seguirán haciendo el resto de la vida. El lema de la familia Handall era: “No ceder, aunque te pidan perdón con flores”.
—Me da gusto verte de nuevo, querida — afirmó Araxe — sigues siendo una niña muy inteligente. Te lo agradezco, sin tu ayuda, Adam no estaría en el mundo virtual junto a su hijo, aquel que tanto le importa a su creador.