La oscuridad una vez más le dio la bienvenida, pero en segundos todo se iluminó de nuevo. Oliver estaba de pie frente a su padre portando el uniforme del trabajo, en las instalaciones de Industrias Handall. Samuel sacó un carrito repleto de prototipos descontinuados que ocultaban un sistema robótico, mismo que se utilizaría para la cirugía. Luego, los transportó por el ascensor rumbo al tercer y último piso. Al llegar a un largo pasillo apenas iluminado, ingresó a una enorme sala de experimentos equipada con cinco computadoras conectadas a dos camillas metálicas. En una de las camillas se encontraba Emma, de cinco años, completamente adormecida. En su muñeca izquierda tenía un catéter conectado a un respirador artificial para mantener la oxigenación estable.
El señor Tavares se acercó a ella para revisar los signos vitales mientras escribía en su reporte sobre un sujeta papeles. Aunque en la mirada del hombre se podía observar remordimiento y desdicha, eso no impidió que continuará con el encargo. Apartó la mirada cuando se imaginó a su hijo en el lugar de esa niña.
—El fin justifica los medios — se dijo así mismo tantas veces para acallar su conciencia.
Poco después, ingresó a la sala una mujer altiva, muy alta y esbelta, de porte elegante. Oliver la reconoció por la escena que se presentó ante Emma. La mujer miró con desdén a su colega pues no lo consideraba parte de su estatus y nivel económico alto. Sin embargo, decidió trabajar con él gracias a la insistencia de su padre, el señor Tomas Handall; y a que no tenía otra opción.
Katia tenía el cabello lacio, rubio y corto, a la altura de los hombros. Pese a su actitud frívola y arrogante, parecía a una princesa de un cuento de hadas, aunque para el señor Tavares era la malvada madrastra o una bruja. Sin duda alguna, era evidente que la mujer se aprovechaba de su atractivo físico para manipular y conseguir lo que se propusiera sin ninguna dificultad. Samuel Tavares tenía poco de conocerla, pero llegó a enterarse del amorío que tuvo con el heredero del reino Endovenor. Una historia que terminó cuando el joven decidió comprometerse con una princesa de un país lejano.
Detrás de ella, apareció un hombre uniformado que cargaba a un robot con largas extremidades y cabeza similar al de un conejo. El hombre colocó al robot sobre la camilla vacía a un lado de la niña de cabello dorado.
—¿Cómo está? —preguntó la mujer con voz angelical, refiriéndose a su hija.
—Estable — respondió el señor Tavares con voz monótona.
—Es una pena que mi niña esté en estas condiciones. Pero así son los niños de traviesos que no dimensionan el peligro y cuando menos lo esperan, sufren las consecuencias. Me duele profundamente — aseguró Katia, abatida.
En ese punto, Samuel Tavares no se atrevía a diferenciar si hablaba con honestidad o si se estaba burlando. El ingeniero se trasladó hacia la máquina que se encontraba en medio de la niña y el robot para encenderlo. Dos ojos ovalados de color violeta, sin pupilas, aparecieron en el monitor de color negro.
—Buenos días, profesor, soy la inteligencia artificial — saludó la voz femenina y mecanizada.
Katia permaneció inmóvil al lado de su hija. Emma abrió los ojos mientras su mamá le acomodaba el cabello desordenado que caía en su frente.
—Mami, tengo miedo...mami... — dijo la niña con su vocecilla cansina y ronca. Al parecer había estado gritando todo el día en la sala de experimentos.
—Ya mi bebé, te prometo que saliendo de aquí iremos por un helado. También te llevaré al parque a comprar un conejito, el que tú quieras — consoló la mujer con una voz dulce, quizás compasiva.
Cualquiera que no la conociera, diría que era una excelente madre y que de verdad le preocupaba su hija, si no se encontraran en una sala de experimentos tratando de resolver un error.
La mujer le regalo una cálida sonrisa a su niña y luego le besó la frente. Entonces procedió a tomarle la manita al mismo tiempo que le daba un ligero apretón de manos como si quiera que fuera valiente y resistiera. Parecía decidida a obtener la aprobación de la niña para justiciar sus acciones y así acallar su conciencia. Sin que nadie se diera cuenta, Katia dejó escapar una lagrima, la cual se limpió con la manga de la bata blanca que estaba usando.
—Siempre, siempre, mamá te protegerá, mi niña. Todo lo que ahora hago es por tu bien y sé que un día, cuando crezcas, lo entenderás.
—Mami, no te vayas — bramó la niña.
—Será por un tiempo.
—¿mamá? Tengo mucho miedo, no me dejes — la niña comenzó a llorar y a negar con la cabeza incontables veces.
El hombre uniformado procedió a amarrar a la niña por orden de Katia al ver que la anestesia dejaba de surtir efectos y a su vez recuperaba las fuerzas.
—Está todo listo — informó el señor Tavares apartando del trance a Katia que hasta ese momento se encontraba absorta con los gritos de súplica de su hija.
La inteligencia artificial anuncio que existían las condiciones para comenzar la cirugía. Tanto el profesor como su colega se alejaron cuando el monitor se apagó y la niña sobre la camilla comenzó a convulsionar.
—¡No!, ¡no!, ¡quiero salir!, ¡quiero irme! — gritó Emma aterrada, su cuerpo saltando en la camilla.
Cuando por la inercia del movimiento, el catéter se desconectó y la sangre de la niña comenzó a brotar; los ojos de Arax en el monitor se torcieron y se volvieron color púrpura. El colchón se manchó de líquido rojo. Katia, auxiliada del trabajador uniformado, insertó de nuevo el catéter en la muñeca izquierda empapada por la sangre. Fue tal el esfuerzo empleado que dejaron moretones en los delgados bracitos de Emma.
—Tengo miedo, les tengo miedo. ¡Mamá!, ¡Eres mala! — aseguró Emma con la voz entrecortada. Pronto, las venas se visibilizaron de sobre manera en la piel pálida de la niña y en todo del cuello, cada vez que se contorsionaba en la camilla.
Samuel prefirió desviar la mirada a enfrentar el dolor que le estaban causaban a un ser humano; a una niña que no podía defenderse. Eso era en extremo cruel y atroz. Pero Samuel se mantuvo firme en continuar con la tarea encomendada. Ni siquiera realizó las preguntas esenciales que llevaron a que una prestigiosa familia intentará una operación mediante un robot sin los permisos del Gobierno. Tampoco movió un solo dedo para defender a la niña. Katia continuaba con su actitud impasible ante el sufrimiento de su hija. No sonreía, pero tampoco mostró un ápice de compasión, incluso cuando le conectó el catéter.