Katia no sabía lo que significaba ser una verdadera madre hasta que perdió a su hija, su pequeña de cuatro años. Todo comenzó en el momento en que Marcia, la nana, apareció en la entrada de la casa junto con la pequeña cuando Katia estaba por marcharse.
—Señora, aquí está su hija.
Katia entrecerró los ojos pues no entendía la actitud de la mujer que también la cuidó a ella de niña.
—¿Qué deseas, Marcia? — cuestionó Katia rodando los ojos. Hace mucho que la actitud de su nana la estaba sacando de quicio.
—Hoy no puedo cuidarla. Se lo dije la semana pasada, tengo mi chequeo médico, no puedo faltar.
—Lo olvidé.
—Yo no, señora
«¿Señora?» Katia enarcó una ceja. La ironía de su nana era algo nuevo e inquietante. La miró de arriba abajo buscando incomodarla y como no lo logro, tomó la mano de su hija aceptando la derrota. De cualquier manera, ese día no tenía tiempo para lidiar con la prepotencia de Marcia. Faltar al trabajo no era una opción, no cuando la familia Handall estaba a punto de hacer historia. Como había mucho en juego, decidió dejar pasar la afrenta, ya tendría tiempo de sobra para ajustar cuentas. Sin decir una sola palabra, salió de la casa con la niña.
La jornada pasó sin pena ni gloria. Todos los detalles del proyecto estaban casi listos. Su padre se encargó de realizar las últimas pruebas y también supervisó la programación de la inteligencia artificial. Ya solo faltaban unos cuantos permisos del gobierno, pero nada que no se resuelva con un poco de dinero.
Mientras la mamá trabajaba, la hija deambuló divertida de un lado a otro. Ni siquiera los fallidos intentos de los subordinados fueron suficientes para alertar a Katia de que la fábrica no era un lugar apto para niños. Tampoco tenía de otra y la idea de una guardería quedó descartada por aquello de ahorrar tiempos de traslados. Concluida la jornada laboral, Katia se despidió de su equipo de trabajo y abandonó su oficina.
—¿Dónde está Emma? — le preguntó a la señora de la limpieza.
—Lo siento, señora. No la vi.
El tiempo transcurrió, pero nadie dio razón del paradero de la niña hasta que un fuerte estruendo, proveniente del almacén norte, cimbró el suelo de la fábrica.
Las llamas comenzaron a brotar por la puerta del almacén. Uno de los operarios afirmó haber visto a la niña en la puerta de la bodega minutos antes y cuando se apuró a sacarla, sobrevino la explosión.
—¡No!, el robot está ahí — gritó Katia llevándose ambas manos a la cabeza. Poco le importó desordenar su pulcro cabello dorado.
—¡Señora!, ¿No escuchó?, su hija está adentro — insistió uno de los guardias de seguridad. Y solo hasta ese momento, sintió que un balde de agua fría le caía en la cabeza —¿Emma? — alcanzó a decir justo en el momento en que uno de los trabajadores apareció con la pequeña ensangrentada. La sangre le brotaba desde el cuello y la cubrió como un manto. Muy pronto, el piso debajo del trabajador quedó cubierto del líquido rojo.
La muchedumbre a espaldas de Katia abrió pasó al hombre para que pudiera llevarse a la niña junto a su madre, pero ella palideció y apartó la vista. Emma tenía los ojos abiertos; su respiración se ralentizó a tal punto que el trabajador se preocupó por la vida de la niña. En cuestión de minutos, los trabajadores de la fábrica comenzaron a gritar horrorizados por la escena y por las desgarradoras palabras del salvador de Emma que, como no tuvo respuesta de la madre, corrió hacia la salida en busca de ayuda médica. Los presentes despejaron el camino. Unos lloraban, otros se taparon la boca con la mano y otros pocos se apresuraron a extinguir el fuego. A trompicones, el trabajador llegó a la oficina del doctor y depositó a la niña en la camilla. Cinco días más tarde, Katia ingresó a la pequeña habitación del hospital para recibir el parte médico:
—Señora, lo siento mucho, la niña acaba de fallecer.
Ese día el corazón de Katia se rompió en mil pedazos. Incapaz de mostrar algun sentimiento, no lloró y no gritó. Parecía ajena a la trajedia. No obstante, a los pocos minutos, y para sorpresa de todos, Emma abrió los ojos.
—Mamá, no llores — le dijo con una voz frágil, casi afónica, a la mujer que gritaba de dolor a un lado de la camilla. Katia se sorbió la nariz con una servilleta antes de hablar.
—Lo siento tanto, mi niña. Te fallé, no te cuidé — La mujer se acercó a su hija para mirarla a los ojos y fue en ese momento que comenzó a derramar verdaderas lagrimas.No se sabía a ciencia cierta si era porque su hija estaba viva o porque le dolía que despertara. Aunque sus palabras y comportamiento parecian genuinos, los presentes no estaban muy convencidos.
En ese preciso instante, el padre de la niña ingresó a la habitación. Al ver a su pequeña en estado crítico, no pudo evitar las lágrimas, sus ojos se agrandaron y su boca quedó abierta con las palabras a punto de salir. Situado a un lado de su mujer, abrazó a su hija mientras le suplicaba que lo perdonará.
—Mi niña, por fin despertaste — reveló. Su voz apenas se alcanzaba a escuchar a pesar del vozarrón que se cargaba. El hombre de un metro noventa, piel apiñonada y complexión robusta, alcanzó la cabecita de la niña entre sus enormes manos y le regaló un beso en la frente mientras suavemente apartaba con un empujón a Katia de la camilla.
La mujer entendió la intención de su esposo pues aún no la perdonaba por lo sucedido. Decidió alejarse unos cuantos pasos en dirección a la puerta, se detuvo en el rellano para contemplar la escena desde la ventana. Katia se limpió las lágrimas con las mangas de su fino chaleco blanco. Luego, el reflejo de cara en el cristal, atrajo su atención. Katia alzó una mano para tocar la superficie del vidrio y cuando la acercó lo suficiente, su mano atravesó el vidrio. Ondas parecidas a las que se forman en el agua aparecieron a los costados de la mano sumergida. La mujer no titubeo, sabía lo que estaba pasando, todo era parte de la resignación. Entonces su hija y su esposo desaparecieron delante de ella. Ya no tenía caso continuar con el recuerdo de lo que fue su vida anterior cuando el daño ya estaba hecho. Su conciencia humana regresó para que pudiera despedirse y finalmente cruzar el umbral. Después de todo, Emma seguía viva y con eso le bastaba. Aunque muy tarde, se dio cuenta de lo mucho que la amaba y lamentó el tiempo perdido en asuntos triviales o superficiales. Ahora, solo le quedaba asegurarse de que su niña tenga una vida normal.