De repente, un remolino de energía lo sumergió al abismo de las emociones más intensas que un niño, maltratado por la vida, podía soportar. Pronto, las corrientes de su escandaloso pasado fluyeron en todas direcciones con imágenes de su padre suplicando por su vida. Atrás quedaron los temores a lo incierto, los sueños rotos y las posibilidades de morir. Ahora solo podía pensar en el agua ingresando a su sistema. Sin embargo, Oliver se sintió tranquilo. Sus manos quedaron hacia arriba mientras la gravedad del agua las sostenía. El niño dibujo una sonrisita en el rostro, estaba contento pese a los acontecimientos recientes. Todavía con los ojos cerrados, flexionó las piernas, echó las manos adelante e impulsó su cuerpo hacia atrás para luego dar un salto. Así consiguió que sus pies morados (uno de ellos sin tenis) dejaran el suelo arenoso.
De la nada, las corrientes de agua formaron un remolino alrededor de Oliver y conforme iba ascendiendo, apareció un mecate hecho con fibra de maguey. La soga se enroscó en la mano derecha del niño y, a continuación, lo elevó hacia la cegadora luz encima del agua hasta que le nubló la vista.
Hubo un momento en que Oliver dejó de respirar para evitar ahogarse porque el agua presionó su pecho para que dejará escapar el poco oxígeno en sus pulmones y, así, obligarlo a abrir la boca. El agua amenazaba con ingresar a su cuerpo por cualquier medio y no se iba a rendir hasta conseguir su objetivo. Oliver extendió sus brazos y trato de abrirse paso entre el espeso líquido para llegar hacia la superficie. A esa distancia podía ver el azul del cielo. Entonces, la cuerda se tensó y la corriente presionó su cuerpo. Oliver apretó los ojos y en ese instante dejo escapar unas cuantas lágrimas al sentirse derrotado. Pensó que iba a morir ahogado.
«Ese robot mentiroso me engaño» se lamentó el niño, «Jamás regresaré con mi mamá»
Pero cuando pensaba que todo estaba perdido, unas manos lograron sostenerlo desde los brazos. Aunque al principio se imaginó que era su padre quien lo rescataba, al final se encontró con la cara de un extraño que lo tomaba entre sus brazos. Sonrió en el momento en que su cabeza salió de la superficie del agua. El niño sintió el calor de los rayos del sol sobre su cara empapada. Encima de ellos estaba aquel puente que atravesaba el rio pesquería y que tantas veces había cruzado para llegar a la escuela o para regresar a casa una, vez concluida la jornada escolar.
Unos gritos de esperanza y de miedo retumbaron en los oídos del niño; sintió alivio al reconocer la voz de aquella mujer que gritaba histérica. Las piedras comenzaron a brincar mientras que en el agua se formaron ondas por la vibración del ruido y del movimiento de las personas. A lo lejos, Melinda se soltó del agarre de dos policías para correr directo hacia su hijo que en ese momento salía entre los brazos de su rescatista.
Finalmente, la mamá sostuvo a su pequeño entre llantos y agradecimientos a la vida, a Dios y al equipo de Protección Civil. Le suplicó a su hijo que nunca la dejará, que ahora solo se tenían los dos para enfrentar una vida sin el señor Tavares. Sobre el cómo había llegado hasta esa situación ni la propia Melinda lo sabía, al menos en ese instante. Por fortuna, se reencontró con su pequeño luego del trago amargo que vivió en su casa. Oliver se ocultó entre los brazos de su madre para que la policía no lo reconociera como el culpable del deceso de Samuel.
—¿Mamá? Lo siento, de verdad lo siento — Oliver lloró, sintió mitad miedo y mitad arrepentimiento.
—No digas eso, no tienes la culpa de nada. Aquí está mamá para ti, cariño.
Pasado el mediodía, Melinda le contó que luego de la explosión, al lugar llegaron los primeros respondientes y los paramédicos. Ellos revisaron los signos vitales del señor Tavares confirmando su fallecimiento, producto de las múltiples heridas infringidas por el robot del cual solo quedaban restos quemados. Al escuchar esto, Oliver no soportó la verdad y corrió asustado hacia el puente para arrojarse al rio sin que nadie pudiera detenerlo. Según palabras de su madre, era un verdadero milagro que estuviera con vida pues cayó a la zona conocida como "El charco del difunto", lugar responsable de cientos de ahogamientos.
Para Oliver nada de eso tenía sentido. Lo que recordaba era completamente diferente. Imaginó que su madre trataba de protegerlo y de alguna manera se las arregló para crear la historia del intento de suicidio. De cualquier manera, el niño abrazó a su madre y se quedó dormido.
Unos días después, Melinda ingresó a la morgue del hospital donde yacía el cuerpo del señor Tavares en espera de comenzar con los trámites para su posterior sepelio.
Oliver la esperaba en el auto junto con su abuelita quien había llegado en auxilio de su hija y nieto desde el otro lado de la frontera. El niño sonrió para sus adentros pues, aunque su padre ya no les acompañaba, estaba con su madre y nadie lo culpaba por la muerte de su progenitor. Todo lo contrario, con la policía se manejó la versión de la explosión como un accidente ocasionado por el mismo Samuel quien también puso en riesgo las vidas de su esposa e hijo. Afortunadamente, Oliver evitó dar su declaración gracias al parte médico y psicológico, el cual lo derivó a la unidad de psiquiatría infantil del hospital. Lugar donde fue diagnosticado con estrés post traumático. En una de las dos sesiones con la terapeuta, Oliver confesó su crimen, algo que el profesional interpretó de otra manera. Aunque, desde entonces, nada ha sido fácil, aún persiste en su propósito de sanar sus heridas, conciliar el sueño, conservar la calma y lidiar con su conciencia. Han pasado cuatro días desde aquel fatídico día y Oliver no puede dejar de pensar en cómo la vida lo obligó a elegir entre salvar a su madre y condenar a su padre. En todo ese tiempo tampoco dejó de pensar en los histriónicos, en Emma y en Adam.
—¿Oliver?, ¿Quieres que vaya por tu madre? — cuestionó la abuelita en el asiento trasero del auto.