Hojas Amarillas

Capitulo 1: Renacer

Elena suspiró cuando, asomada a la ventana, vio a sus nietos irse caminando por el sendero de piedritas que conducía a la acera.

La visita fue corta, como siempre. Era el precio a pagar cuando se tenía tres nietos adolescentes. Su nuera, que bastante buena era comparada con otras nueras, los obligaba a visitar a su abuela cada sábado. Sólo pasarían a la cocina, prenderían el televisor, mandarían mensajes con sus teléfonos y después de una hora de silencio o gruñidos, se irían con algunos billetes que Elena les daba. No tenía rencores por eso, era imposible tenerlo con unos muchachitos que años atrás rogaban pasar tiempo con ella y se divertían todo el tiempo. Lo que ocurrió fue que crecieron y estaban en una etapa complicada y más con padres separados y novios y novias por todas partes.

Sabía que era una abuela aburrida, nada de lo que les comentara les interesaba, y tampoco sabía muy bien qué preguntarles. No entendía de teléfonos ni videojuegos o computadoras, ni siquiera entendía las cosas que ahora se enseñaban en la escuela. En unos pocos años estos chicos serían adultos y tendrían un poco más de temas de conversación con ella o por lo menos simularían tenerlos, pero también tendrían menos tiempo para verla. No importaba, los quería y agradecía la corta e infructífera visita semanal que le daban ahora y que le darían en los años siguientes.

Miró el reloj de pared, apenas eran las cuatro de la tarde. Afuera el sol del invierno calentaba un poco y el cielo se mostraba sin nubes. Era una pena pasar un día así encerrada, pero no tenía absolutamente nada para hacer. La cama la llamaba tentadoramente, así que cerró las cortinas y se acostó.

Últimamente, dormir era la único en lo que estaba empleando su tiempo. Se levantaba a las 8, barría la vereda, desayunaba, hacía compras, podaba o regaba alguna planta del jardín, almorzaba, dormía, se levantaba, merendaba, miraba televisión, cenaba, dormía. Todos los días exactamente iguales desde hacía tres años, cuando Alberto partió. Le gustaba decir que partió y no decir que murió. Partir le parecía que hacía referencia a una de las tantas veces que se fue.

Pero lo cierto era que murió, y gracias a Dios que murió. No porque no lo quisiera, eso no, o porque fue infeliz con él. Juntos criaron a una parejita espléndida de niño y niña, Samuel y Cristina. Pero cuando los hijos dejaron el nido y ellos pudieron disponer de tiempo para subirse a un crucero lleno de jubilados o a algún autobús rumbo a la playa, Alberto comenzó a olvidar cosas. A veces despertaba y le preguntaba dónde estaba, o salía de compras y algún vecino lo traía de regreso luego de encontrarlo deambulando. El diagnóstico fue fácil para el doctor: Alzheimer.

Fueron cuatro años de constante cuidado, de perseguirlo para que no se escapara, de aguantar sus cambios de humor, y al último, de tratar de que la reconociera. Podrían haber sido cuatro años más así, o diez, o quince, si una neumonía no se hubiera cruzado en su camino cortando su vida llena de nebulosa en sólo dos meses. Ella lo aceptó con resignación. Aquello no era vida para Alberto. El hombre inquieto y trabajador del que se enamoró siendo una jovencita, era sólo una sombra que preguntaba constantemente y con angustia dónde estaba, o quién era ella, o lloraba pidiendo por su madre como una criatura.

La viudez llegó, inevitablemente, y Elena se encontró con que de pronto no tenía nadie a quien cuidar más que a sí misma. Con su marido su tiempo estaba completo, perdió las reuniones con amigas y las clases de yoga, o las charlas interminables en la vereda junto a sus vecinas. Ahora que tenía tiempo, veía el resultado: no tenía a nadie, ni siquiera conocía el barrio al que Cristina decidió mudarlos cuando Alberto enfermó para que vivieran en una casa más pequeña y sin escaleras así su padre no rodaba constantemente cuesta abajo.

Así que estaba sola, en un lugar casi desconocido, y con demasiado tiempo libre. Puso la cabeza sobre la almohada, y volvió a dormir.

***

Se sobresaltó con el sonido insistente del timbre. También golpeaban el vidrio de su ventana y la llamaban por su nombre. Asustada, se levantó, mirando al pasar que sólo había dormido media hora. Cuando abrió la cortina, suspiró frustrada. Allí estaba Olga, una antigua vecina de su anterior barrio y ahora reciente viuda, desesperada por encontrar un nuevo marido. Nunca fueron demasiado cercanas, así que no entendía porqué se pegó a ella como una plaga. La mujer la saludó cuando vio que Elena estaba asomada.

Con desgano caminó hacia la puerta, dispuesta a hacer oídos sordos a todo lo que aquella mujer contara.

–¿Cómo? ¿Durmiendo con este día tan divino?

–Hola Olga.

–Ah, sí, hola. Vamos, cámbiate, nos vamos.

–No pienso acompañarte a ninguno de esos lugares a los que vas. –Elena estaba imaginándose siendo arrastrada a algún club de solos y solas. Se lo imaginaba porque Olga ya la había torturado una vez con eso.

–No voy a ningún lugar, sólo iba a caminar. Hay que tomar aire, mover los huesos, ¡tomar energía! –Olga trabó sus brazos como si fuera un corpulento hombre de gimnasio.

–¿Y para caminar sales vestida así?

–Sabes que siempre que asomo la nariz a la calle, lo hago con lo mejor. –Olga pasó una mano por su jopo rubio recién teñido. Sus uñas estaban impecablemente pintadas, como sus ojos y sus labios. Sin embargo, tenía puestas zapatillas deportivas, y eso hizo que Elena confiara en que sólo sería una caminata. A menos que Olga guardara un par de zapatos y vestido de lentejuelas en su pequeña mochila blanca.



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En el texto hay: literatura, amor, ancianos

Editado: 15.02.2021

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