Hojas Amarillas

Capitulo 6: Conociendo al enemigo

Si continuaba caminando, las baldosas de su cocina se gastarían muy pronto.

Pero no podía detenerse. Algo dentro de ella la impulsaba a seguir dando vueltas alrededor de la mesa con la carta en la mano, a veces mirando al techo en busca del cielo y de alguna explicación de Dios; a veces mirando al suelo, resignada; a veces arrojando la carta a la mesa y volviéndola a tomar, repasando una y otra vez las palabras que la demandaban.

Al fin logró detenerse aunque sus piernas hormigueaban. Sentía un frío que le corría por el cuerpo, producto del sudor nervioso que también humedecía los bordes de la carta. Tomó su teléfono, que resbaló y cayó de punta sobre la mesa. El ruido la sobresaltó más. Se secó las manos en la bata, lo tomó nuevamente y comprobó si había daños. Como estaba intacto, buscó el número de Samuel. Seguramente tenía algún amigo abogado, él conocía a muchas personas. Marcó, pero de inmediato cortó la llamada. Debía arreglárselas sola, no quería preocuparlo y además…¿qué le diría? ¿Que a sus 72 años debía conseguir un abogado porque la demandaban por plagio?

Volvió a leer la carta, las letras ya se mezclaban delante de sus ojos, pero un nombre estaba muy claro: Rafael José del Corazón de Jesús Sánchez Carrillo.

–Imbécil lleno de nombres. –murmuró.

Instintivamente caminó hacia la sala, donde tenía su pequeña biblioteca. Buscó el único libro que tenía de él, alguna vez estuvo de moda su título y por eso lo compró. Recordaba que el precio fue caro y la lectura llegó a la mitad. El libro fue dejado hacía más de quince años, exactamente en la página 177, como lo marcaba el señalador con la publicidad de la librería donde fue comprado.

Quizás esta era la venganza personal de su autor por nunca haber terminado “La fortaleza del japonés”.

Miró su mano derecha, aún sostenía la carta. Volvió a leer el nombre completo, luego lo comparó con el lomo del libro donde con tipografía cursiva, verde y elegante, sólo decía “Rafael S. Carrillo”. Lo abrió, esta vez desde el principio. Detrás de la primera página, había una foto en blanco y negro y de mala calidad, seguida de la lista de libros del autor. Había doce títulos y según recordaba, en esos quince años, tendría que haber editado por lo menos cinco más. En la foto, un hombre de aspecto hosco, serio, con barba crecida y lentes en la mitad del puente de la nariz y con la cabeza apoyada en una mano, simulaba mirar algo interesante. La frente estaba un poco despoblada, pero la cabeza parecía tener, por lo que lograba deducirse en la fotografía, una melena de bucles. Era algo así como un Francisco de Quevedo, pero más joven y más feo, y ahora que lo “conocía” mediante esta carta, mucho más pretensioso.

–¿Cómo este tipo, con todos los libros y todo el dinero que debe tener, va a demandarme a mí? ¿Y por qué?–indignada, cerró el libro con un golpe y lo volvió a poner en su lugar en el estante. Apenas un segundo después se arrepintió, volvió a sacarlo y lo arrojó sobre el sillón más cercano, con la carta encima. No quería ver nunca más ese libro en su casa. Mañana mismo se iría como donación a la biblioteca del barr…

Frenó en seco sus murmuraciones indignadas. Mencionar la biblioteca del barrio y una posible donación le hizo recordar otro libro, uno que debió ser donado hacía mucho tiempo.

No. No podía ser.

Corrió hasta la cocina, abrió el cajón del mueble y comenzó a sacar la pila, esta vez más grande, de facturas de luz, gas y otros servicios. Al fin encontró al libro verde. “Historia de Inglaterra” la saludó con su título apagado por el tiempo y el abandono. Lo abrió y, como una noche de meses atrás, recorrió una a una todas sus páginas, sólo que esta vez buscaba el nombre que estaba en la carta.

Su búsqueda falló, allí no había absolutamente nada que dijera que el libro pertenecía a Rafael Sánchez Carrillo. Sintió que el alma le volvía al cuerpo. No podía demandarla por esto, estaba claro que el libro no tenía dueño. Nadie se enteraría que robó ideas anotadas aquí para el maldito libro que escribió.

Su teléfono sonó, el nombre de Samuel estaba en la pantalla.

–Hola hijo.

–Mamá, ¿me llamaste? Acabo de ver que lo hiciste hace unos minutos.

Maldijo por dentro.

–Ah sí, pero me equivoqué, quería llamar a otra persona.

–¿A quién?

–A…al…sodero. Sí, al sodero. Quería llamarlo porque…hace unos días no viene. Y apreté mal, y te llamé a ti. Ya sabes, sodero y Samuel están agendados uno junto a otro.

–¿Por qué tienes el número del sodero? Es extraño. ¿Mamá estás bien?

–Ya sabes, las viejas anotamos todos los números de teléfono por las dudas. Claro que estoy bien, hijo. ¿Y tú?

–Te noto extraña, como agitada. Además cuando repites muchas veces “ya sabes” es porque estás mintiendo.

–Hijo no digas tonterías, estaré agitada por el calor, ya sabes, hoy está muy…–se detuvo y se maldijo al darse cuenta de otro “ya sabes”.

–En un rato estoy allí.

La llamada se cortó.

–¡Maldita sea!

Guardó el libro verde debajo de las facturas y se sentó a esperar la inevitable visita de su hijo.



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En el texto hay: literatura, amor, ancianos

Editado: 15.02.2021

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