Hojas Amarillas

Capitulo 9: Uniendo caminos

Cristina dio un portazo a su auto.

–¡Llegaremos tarde! ¡Hace media hora que estoy esperando!

Elena bufó mientras cerraba su casa y Olga respondió por ella.

–Quería hacerle el mejor peinado. Date la vuelta, muéstrale a tu hija.

Se giró, Cristina se llevó las manos a la boca.

–¡Mamá te ves impresionante! Me haces recordar cuando fuimos al casamiento de la tía Emilse, ¡esa vez estabas tan hermosa!

–Cristina eso fue hace treinta años. –sonrió, algo avergonzada. No le gustaba todo esto, pero el halago le hizo recordar tiempos mejores, cuando era joven y bella.

–Bueno ahora estás como esa vez. Pero vamos, Samuel dice que habrá mucho tráfico y no debemos llegar tarde.

De mala gana subió al auto de su hija. Junto a ella estaba sentado Jonathan, jugando con su teléfono, y Joaquín, también con el mismo aparato, pero mandándose mensajes con Agustina.

–Te ves bien, abue. –dijeron casi al unísono cuando levantaron la vista.

–Gracias chicos.

–Mamá, ¿te sientes bien? ¿No estás nerviosa? Puedes decirnos si algo no va bien. –dijo Samuel desde el asiento de copiloto.

Se tentó a decirle que no se sentía bien. Que estaba mareada, que la llevaran al hospital y así eludir este sinsentido al que iba a ser sometida. Respiró hondo, vio su reflejo en el espejo retrovisor. Su hija tenía razón, se veía bien con el cabello suelto y bien peinado. Como siempre, se le formaban onditas debajo y la hacían parecer casi juvenil salvo por sus canas.

–Estoy bien. Algo nerviosa, nada más. –mintió.

El auto se puso en marcha y salieron en caravana junto con Olga, la esposa de Samuel con Sofía y unas amigas, y Esteban. Pasaron junto a la parroquia, allí seguía subiendo gente al autobús alquilado. Olga les tocó bocina para que se apuraran y enseguida todo el contingente se movió y pronto tomaron la autopista.

En el camino, Elena fue mirando los árboles que pasaban, los autos, los carteles. No tenía ni idea de lo que iba a suceder en el próximo par de horas. De hecho, no había preparado ningún discurso, en la esperanza de que le diera un ataque cardíaco la noche anterior y evitar todo. Pero se despertó casi que mejor que nunca, ni siquiera le dolía su cintura. Además, nunca había ido a la presentación de ningún libro así que no sabía qué debía hacer o decir. Ahora sólo rogaba para que hubiera un gran embotellamiento de tránsito, o un terremoto, o que llovieran ovejas y todos huyeran a sus casas y suspendieran sus actividades por una gran invasión ovina, y si era posible, de ovejas zombies.

Se rió por lo bajo con su imaginación. Su idea loca podía gustarle a Joaquín, el joven siempre tenía ideas extrañas para crear videojuegos.

–¿Estas bien, abue? –preguntó el chico– No tienes el ali...alce...

–Alzheimer.

–Sí, eso mismo que tenía el abuelo.

–No, aún no lo tengo.

Pero podría tenerlo, pensó. Sí, podía comenzar a delirar, tanto tiempo junto a la enfermedad le daría la ventaja de saber personificarla como si fuera una excelente actriz.

Abrió la boca para decir la primera estupidez que se le ocurriera, pero su hijo subió la música en la radio.

–¡Mira mamá, canciones italianas para ti! Canta alguna.

Samuel la miró con una expresión de niño que hacía mucho no le veía. Aún estaba enojada con él pero era su hijo y una madre perdona todo.

–Ahh, está bien, cantaré.

Sólo murmuró algunos versos de "Senza un perché", sus nietos sonrieron.

***

Este lugar está lleno de luces. Podría cortarse la luz y suspenderse todo.

Miró a su alrededor, buscando una caja en la pared que podría contener los interruptores para cortar la energía, pero sólo vio, para su consternación, carteles con su rostro. Su propia cara, en pósters en la pared, en una gigantografía sobre una tarima que oficiaba de escenario, y en varios folletos sobre una mesa con un micrófono, una botella de agua, y copias de su libro.

–Pasen por aquí.

La voz de una muchacha rubia con gafas la sacó de su observación. La chica llevaba una credencial de Editorial Galaxia colgando de su escote, y fue acomodando a Cristina, Samuel, su esposa, y los chicos, en sillas en la primera fila.

–Es un lugar hermoso, ¿no, mamá?

Elena trató de tapar imaginariamente sus ojos para no ver sus fotos y así poder admirar el lugar. Era como un pequeño teatro, con ventanales que daban a un jardín. El suelo estaba alfombrado completamente en color rojo, las sillas adornadas con detalles dorados. Era cálido, acogedor, fino y bonito. Sin dudas sería un lugar que le daría mucha paz de no ser por la situación en la que se encontraba.

–Venga señora.

La chica rubia la tomó de un codo y la llevó hasta la tarima.

–Siéntese, así probamos el micrófono. ¡Ey, Julio! Enciende el sonido.

Se escuchó un chillido, Elena golpeó el micrófono con un dedo.

–Ho...hola...

–Sí, se escucha perfecto. –dictaminó la chica.

–Escucha, niña...–Elena se puso de pie, alejándose de la mesa y acercándose al borde de la tarima.

–¿Sí? –respondió, tirando de un cable, sin mirarla.

–No sé bien qué decir. Nunca estuve en un evento así.

La chica dejó caer el cable, la miró, y empujó sus gafas con un dedo sobre la nariz.

–¿Cómo que no sabe qué decir?

–No.

Suspiró, visiblemente exasperada.

–Esto pasa porque nunca traen profesionales. –tomó el cable nuevamente, lo enrolló un poco sobre su muñeca. Elena pensó que no le contestaría, pero la chica dejó el cable, suspirando fastidiada, y la miró–Por lo general, todos saludan y luego leen el primer capítulo del libro. Me refiero al libro que van a presentar. –dijo mirándola como si le explicara a un idiota.

–Sí, comprendo.

–Y luego...no sé, dicen algo sobre el libro. La gente hace dos o tres preguntas y se acabó.



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En el texto hay: literatura, amor, ancianos

Editado: 15.02.2021

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