Se dijo tonta muchas veces por no haberlo obligado a firmar. Algo, aunque sea un papel arrugado y sucio, pero que tuviera su firma de puño y letra. El acuerdo, mejor dicho, los acuerdos, habían sido sólo de palabra, y ella no confiaba para nada en lo que salía de la boca de Sánchez.
Pero es que había salido tan feliz de esa casa. Tan feliz que Olga se extrañó, hasta se preocupó, pero no pudo sacarle una sola palabra en todo el viaje. Estaba feliz por haber tenido un diálogo diplomático, por su antigua vida ahora devuelta, por la rara propuesta de escribir juntos algo que, por primera vez, le había gustado comenzar. Iba a ser duro estar a su nivel, pero se sentía alegre y no podía borrarse la sonrisa.
–Amén. –dijo al finalizar una oración. Llevaba un tiempo sin rezar pero esa noche le pareció correcto hacerlo. Le daba pena la situación de Sánchez, se notaba que estaba sufriendo. Un hombre de tanto dinero, que seguro accedía a los mejores tratamientos, ¿y no podía aplacar un poco el dolor? En el rato que estuvo con él, lo oyó quejarse muchas veces.
Se metió en la cama y tomó el cuaderno que sus compañeras le habían obsequiado. Era tan fino y delicado que le daba hasta vergüenza usarlo, pero ya no tenía hojas en su carpeta y era muy tarde para salir a comprar. Además, la cabeza le hervía de ideas, algo que jamás le había sucedido.
Abrió el cuaderno en la primera hoja después de la dedicatoria de las chicas, y comenzó a escribir el capítulo 3. Sin darse cuenta, se hicieron las cuatro de la mañana, una hora completamente extraña para ella. Leyó, y por primera vez en semanas y semanas, se sintió orgullosa de algo propio. En su capítulo, contaba las vicisitudes por las que estaba pasando la heroína de la novela. Alberta tenía una vida sufrida pero en parámetros reales, no de tragedia fantasiosa. Le gustó cómo usó las palabras, cómo podía imaginar a la muchacha casi salvaje, pero libre y feliz pese a su cuota de sufrimiento. Al fin sentía que podía enamorarse de un personaje creado por ella.
Cerró el cuaderno, satisfecha, y lo dejó en la mesa de luz. Luego se acomodó para dormir, a lo lejos ya se escuchaba un gallo, era necesario hacerlo pronto. Lentamente, fue quedándose dormida. De pronto, abrió los ojos.
Sentándose, encendió la luz y abrió el cuaderno. Luego buscó sus pantuflas y caminó hasta su pequeña biblioteca. Allí miró hasta encontrar "La fortaleza del japonés". Tomó el libro, pasándole los dedos para quitarle el polvo. Esta vez, la fotografía de un Sánchez un poco más joven no le causó repulsión, como la última vez que había tomado ese libro. Caminó con el libro hasta la cama, se metió dentro y comenzó a hojearlo, mientras miraba de reojo a su cuaderno recién estrenado.
Luego de media hora dejó caer el libro, frustrada. Sánchez era mucho mejor que ella.
***
El teléfono chilló y se despertó, sobresaltada. Se encontró media sentada, con el libro de Sánchez tirado en el suelo, su cuaderno casi aplastado por ella, y un revoltijo de mantas que la apresaban. La luz apenas entraba a la habitación, pero pudo ver que eran las seis.
–¿Y ahora quién se murió? –quejándose por su cintura, se levantó. El teléfono seguía sonando.
–¡Ya voy! –gritó como si quien la llamara pudiera escucharla. Se quejó del frío en los pies, ya que no podía encontrar las pantuflas. Al fin llegó al aparato y descolgó.
–¿Señora Plá?
Su somnolencia desapareció por completo al oír su nombre.
–¿Eh? Sí, soy yo.
–Soy Sánchez Carrillo.
–Lo sé, conocí su voz. Son las seis de la mañana, ¿sabe?
Se escuchó un ruido, luego un suspiro.
–Lo siento. Acostumbro despertar a las cuatro, y pienso que todo el mundo para las seis ya está listo para atender teléfonos. Siempre me equivoco.
–Yo me levanto temprano, pero no a la madrugada. ¿Pasa algo?
–Deje, la llamaré después.
–Ahora ya me despertó, dígame. –se frotó un pie con el otro, en un intento de darles calor.
–¿Le sucede algo?
–No, bueno sí, tengo frío en los pies y mucho sueño, ¿podría ser más rápido por favor?
–De acuerdo. Busque su nombre en internet.
–No tengo computadora.
–Dijo que tiene un teléfono móvil, busque ahí.
–Lo haré luego, adiós. –dijo nerviosa, lista para colgar.
–¡No, por favor! –lo oyó suplicar, Elena volvió a ponerse el auricular en la oreja– Hágalo ahora. Quiero que vea algo.
Bufó, sentándose en una silla y apoyando los pies en otra.
–Yo...no sé bien cómo hacerlo. –admitió al fin. En dos horas ya había sido humillada dos veces por este hombre, y lo peor era que él ni lo sabía.
–Es muy fácil. Busque el navegador en el menú.
–Espere un segundo.
Dejó el auricular apoyado en la mesa y caminó en busca de su celular. Estaba cargando batería, enchufado y en el suelo de la habitación, junto a una de las pantuflas. Se agachó mirando bajo la cama, la otra no estaba. Renegando y quejándose aún más por su cintura maltrecha, desconectó el teléfono y buscó lo que Sánchez le había dicho. Luego caminó de regreso a la cocina, se sentó, y tomó el auricular nuevamente.
–Aquí estoy. Acabo de encontrar lo que usted me dice.
–Perfecto, ahora escriba su nombre.
–A ver...¡no puedo con dos teléfonos a la vez!
–Colgaré y la llamaré en unos minutos. –enseguida oyó el tono de cuelgue. Dejó el auricular y escribió su nombre en el navegador. Apareció una lista de noticias, sólo en una estaba ella, y se trataba de cuando ganó el Torneo de Jóvenes y Abuelos. De su libro, la presentación, y la editorial, no había ni rastro.
El teléfono volvió a sonar.
–Sánchez. –dijo al atender.
–¿No se durmió?
–No hay nada. –dijo ignorando la pregunta–Sólo la noticia de cuando gané el Torneo.
–¿Quiere que eso desaparezca también?
–Sí.
–Les avisaré para que lo retiren. Ahora busque a la Editorial Galaxia.