Trataba de meter el gran tomo de "El mundo de Sofía" en su bolso. Debió llevarlo para la clase del taller, cada una tenía que presentar su novela favorita. No tenía una, pero eligió este libro porque lo había comprado años atrás pensando en su nieta Sofía, a la que nunca le interesó la filosofía y si era sincera, a ella tampoco nunca le interesó, tampoco entendía mucho al respecto. Pero la historia de la niña Sofía aprendiendo sobre Aristóteles y Platón a escondidas, la atrapó desde el principio, mientras cuidaba a Alberto en una de sus tantas internaciones.
La vida se interpuso después, y nunca terminó el libro, hasta hacía muy poco tiempo en el que pudo dedicarle unas horas y llegar a su final.
Como eran muchas en la clase, el tiempo no alcanzó para que ella pudiera hablar sobre la novela, así que la había llevado en vano y debía traerla a la clase siguiente. Eso no era una molestia, pero sí lo era que el libro fuera tan grande y pesado. Fue caminando hasta la parroquia, bajo el sol de primavera que cada vez se hacía más implacable esperando el verano, y el peso en su bolso pareció aumentar hasta que al fin llegó y se lo sacó de encima. Ahora debía volver con él y también hacer compras, que sumarían más peso a sus cansados brazos y espalda.
Había optado por caminar en vez de esperar a Olga, porque no quería verla. Sabía lo que venía junto con ella.
Continuaba haciendo malabares para guardar el libro cuando la vio entrar, sus calzas verdes fluorescentes iluminando más que todas las lámparas del salón parroquial, y sus ojos grandes como dos lupas para captar hasta el mínimo detalle de Elena.
–¿Qué pasó con Francisco? –fue lo primero que le dijo–¿Y por qué no me avisaste que no pasara por ti? Estuve prendida al timbre de tu casa como media hora, casi llamo a la policía y a los bomberos por si te había pasado algo.
Se sintió en esos interrogatorios de la escuela secundaria, donde alguien se enteraba que otra había salido con un chico y todo el curso se abalanzaba sobre ella para saber lo que pasó.
–Tenía ganas de caminar. ¡Ay, este maldito libro no entra aquí! ¿Cómo pude meterlo antes?
–Déjame. –con dos simples movimientos, Olga guardó el libro y cerró la cremallera del bolso–¿Lo ves? Soy experta en meter cosas grandes en lugares pequeños.
Le guiñó un ojo y Elena simuló una arcada.
–A veces eres una vieja vulgar.
–Eso me asegura novios. Cuéntame qué pasó con Francisco.
–¿Para qué te voy a contar si ya lo sabes? Seguro que lo llamaste y el pobre te dijo todo.
–Sí, pero quiero escuchar tu versión. ¡Elena lo llevaste a un museo! ¡Cómo alguien puede ser tan aburrida!
Elena se colgó el bolso de un hombro y la miró. Olga sonrió. De pronto parecía intimidada.
–Lo siento pero es...¡un museo! Me da sueño de solo pensarlo.
–No se me ocurrió otro sitio, qué sé yo. Hace décadas que no tengo una cita.
Ambas salieron a la calle, Olga abrió su auto.
–Es por eso que debes salir más. Conocer bares, confiterías, lugares para bailar. La semana pasada abrieron una milonga, no me gusta el tango ¡pero estaba llena de hombres guapos! Y con buena billetera.
Elena soltó un suspiro exasperado.
–Volveré caminando. –dio dos pasos pero Olga ya estaba tomándola de un brazo.
–Ah no señora, usted se mete en mi auto y me cuenta todo.
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Luego de algunas contorsiones más, logró sacar el libro del bolso y ponerlo en la biblioteca.
–¿Por qué lo saqué si la semana que viene debo llevarlo otra vez? –dijo fastidiada, mirando el lomo amarillo del libro–Lo siento por ti, pero te llevaré en una bolsa del supermercado, eres demasiado armatoste.
Sacudiendo la cabeza, colgó su bolso en el perchero. Estaba mareada luego de la perorata de Olga. Debió contarle todo con lujo de detalle y aguantar sus recomendaciones. De nada sirvió decirle que la verdad, no estaba interesada en Francisco, porque Olga parecía tener como meta en la vida lograr que ambos se juntaran y se casaran y criaran canarios o lo que fuera.
Se sentó en la mesa de la cocina, tratando de recuperarse. En su cabeza aun sonaba la lista de virtudes que Olga dijo sobre Francisco: era amable, atento, buena persona, nunca engañó a su difunta esposa, tampoco se sabía de ninguna estafa, respetaba a las mujeres, no estaba mal económicamente, cumplía sus promesas, y otras tantas cosas que lo hacían más candidato a una beatificación que a un noviazgo.
Miró su celular, lo tenía en la mano pero estaba apagado. Lo encendió, no había ni una llamada, ni un mensaje. Sánchez no daba señales de vida y eso la preocupaba.
Se quedó sentada, mirando la cocina. Necesitaba algunos arreglos.
Luego miró el celular otra vez, fijándose si tenía batería, o si no estaba en modo silencio y quizás había una nueva notificación y ella no la vio. Pero estaba igual, sin nada.
Pensó en Francisco. Era una buena persona y quizás era verdad que poseía tantas cualidades. Pero ella estaba esperando el llamado de otro hombre, que estaba muy lejos de esas virtudes. Como siempre, como pasa la mayoría de las veces, tenía puesta la mente en alguien que no era del todo correcto, en lugar del correcto que claramente quería algo con ella.
¿Pero por qué pensaba en Sánchez? ¿Por qué no llamaba a Francisco e intentaba una nueva cita?
–Elena ya estás vieja, esto es para chicas jóvenes. Haz lo que debes hacer: acostarte temprano, tomar tus medicinas.
Poniéndose de pie con un suspiro, caminó hasta el baño para cambiarse y acostarse un rato. Cuando puso una mano sobre la puerta para entrar, miró hacia la cocina. Regresó y tomó el celular.
Marcó el número de Rafael, pero daba apagado. Marcó el número de su casa, pero nadie atendió.
Escribió el nombre en el buscador de internet y la primera noticia hizo que se llevara la mano a la boca.
"El Nobel Rafael Sánchez Carrillo en gravísimo estado de salud"