Las olas rompían contra la playa, creando una leve espuma que iba y venía, manchando con blanco a la arena ya oscurecida por la noche. Elena soltó una risita cuando el agua tocó sus pies desnudos, luego se echó hacia atrás, negando con la cabeza.
–¡Está muy fría ya! No me gusta.
–Venga, no sea cobarde –Rafael, más adentro del agua, tendió su mano hacia ella, invitándola a seguirlo. Tenía los pantalones arremangados y mojados, haciéndolo ver bastante ridículo.
–No, está muy fría –Elena se quejó otra vez cuando el agua tocó sus dedos, pero de todos modos tomó la mano tendida y se acercó a él. Rafael sonrió, agradecido, y soltó su mano para apoyarla en su hombro, en un intento de abrazo que parecía más diplomático que afectuoso. Elena rió ante eso y él la miró, desconcertado.
–¿Qué le pasa? –preguntó, retiró su mano como con miedo y la dejó caer a su lado.
Ella se encogió de hombros, no sabía cómo explicarle que él se veía gracioso tratando de demostrar cariño, y tampoco quería decírselo por miedo a intimidarlo aún más. Rafael, tan huraño y con sus delirios de gran escritor e intelectual, no parecía saber muy bien cómo conducirse cuando no estaba dando órdenes. Eso lo hacía ver como un rey sin corona ni trono, o sea, una persona normal. Y él no estaba acostumbrado a parecer eso, o al menos eso era lo que Elena deducía.
Así que dijo lo primero que se le cruzó por la cabeza, para evitar que él siguiera sintiéndose incómodo.
–Las estrellas se ven muy bonitas aquí. Sin contaminación...¿Cómo se llama ese tipo de contaminación?
–Lumínica –completó él–Las ciudades son una basura. Con todas esas luces y reflectores, y carteles publicitarios. Y automóviles y barcos, el humano siempre quiere todo iluminado con colores y parpadeos, siempre evitando la oscuridad de su propia existencia miserable. Como esos árboles de Navidad llenos de lucecitas tontas y...
Elena soltó una carcajada tan fuerte que casi trastabilla y cae al agua. Rafael hizo silencio, la miró levantando una ceja, claramente molesto por la interrupción en su discurso.
–¡Rafael, no puede ser que estés en contra de los árboles de Navidad! O sea, sé que eres especial, pero esto me sorprende. Y eso que pensé que ya nada me sorprendía de ti.
–Sólo estoy diciendo la verdad, la gente se priva de algo como esto... –levantó las manos, abrió los brazos para abarcar toda la inmensidad del mar que tenía enfrente–...sólo para vivir amontonados en ciudades horribles.
–Y tú... –Elena se acercó a él, apuntó con un dedo en su pecho y apretó allí, como si lo señalara culpable–...tú te privas de todo esto, para quejarte de esas personas. Deja que cada uno viva como le dé la gana. Sólo disfruta de tu linda casa, tu velero, y esta noche bonita.
Él se aclaró la garganta, miró hacia el frente, y ella ahogó una risita, porque otra vez él se veía incómodo con ella demasiado cerca, con su dedo tocando su pecho y sus pies descalzos junto a los suyos.
–Perdón, no soy un tipo romántico –lo oyó susurrar, bajando la mirada. Eso era nuevo en él, dejarse ver tímido e incómodo.
–Lo sé –Elena tocó su hombro, apenas un segundo con su mano, para demostrar que sí lo entendía, pero que no quería invadirlo.
No dijeron nada más, y cuando el frío del agua ya fue demasiado para ella y quiso dar un paso para regresar a la arena que todavía permanecía tibia, él la sorprendió con un gesto rápido, pero claro. Tomó su mano nuevamente, la llevó a sus labios y le dio un pequeño beso allí.
Ella sonrió, sorprendida por eso, y no se fue. Sólo se quedó allí, apretando la mano de Rafael, acercándose un poco más hacia él hasta que sus hombros se tocaron.
No sabía exactamente qué estaba pasando, pero sabía que si pensaba un poco más, negaría con la cabeza, volvería a su habitación, armaría su bolso y se iría de allí. Así que estaba cuidándose de no pensar, de no detenerse dos segundos en saber qué estaba sucediendo ni quién era esta Elena que ella misma desconocía pero que siempre había estado allí, esperando a emerger a la superficie para darle la mano a Rafael, y hacerlo emerger a él también.
Con Alberto siempre fue una mujer bastante romántica. Siempre buscando y dando abrazos, besos, palabras cariñosas. Le gustaba demostrar lo que sentía, y su difunto marido también.
Luego todo eso fue esfumándose un poco, a lo largo de los años, y después desapareció totalmente. Fue como si esas expresiones de amor las hubiera guardado en un cajón, porque ya no las volvería a usar.
Pero aquí estaba, desempolvándolas, quitándole sus arruguitas, comprobando que estuvieran sanas. Y estaba vistiéndose con ellas, como si fuera un día de estreno.
Rafael tiró de su mano, caminando de regreso hacia la playa.
–De postre hay helado, o flan. ¿Qué desea?
–Que dejes de tratarme de "usted".
El rió un poco, resignado.
–Me costará hacer eso, pero lo intentaré. ¿Y bien?
–Helado.
–Entonces comeré flan.
–¿Siempre estarás llevándome la contraria?
Rafael se detuvo, mirándola fijamente.
–Me gusta el sonido de ese "siempre". ¿Significa que te quedarás conmigo?
Elena sonrió ante el repentino tuteo y la implicación de sus palabras.
–Depende de lo que quieras tú.
Él pareció avergonzado otra vez, miró hacia el suelo.
–¿Mañana ya te vas?
–Sí. Lo siento.
Podía quedarse. Estaban gustándole –demasiado–estas pequeñas vacaciones. Pero sólo lo haría si él se lo pedía. Conociéndolo, con esos cambios repentinos de humor que solía tener, no quería quedarse allí por decisión propia, sino por expresa invitación de Rafael.
Se sorprendió cuando lo vio rogando, como un niño caprichoso ruega por una golosina.
–Elena, por favor, aunque sea sólo un día más. Por favor.
Muy a su pesar, le sonrió. También extendió una mano para tocar su cara barbuda.