Rafael miró subrepticiamente el pasillo donde esperaba: frente a él, el hijo de Elena lucía desafiante mientras movía nerviosamente arriba y abajo una de sus rodillas. Tenía los dedos entrelazados sobre su estómago y Rafael podía sentir el odio de aquel hombre ingresando en cada uno de sus poros.
Se revolvió incómodo en su asiento, intentando parecer calmo y ajeno a la tensión en el aire. Miró a los otros pacientes y enfermeras que caminaban de aquí para allá, o hablaban, se quejaban, o enviaban mensajes en sus teléfonos. Consultó la hora en su reloj, sólo habían pasado diez minutos desde que Elena lo echó de la habitación para poder vestirse y arreglarse para salir, pero a él le parecía una hora, o más.
Vio al hijo de Elena dejar de mover su rodilla para pasar a mover la otra, mientras soltaba un largo suspiro, todo sin dejar de contemplarlo.
Al fin la puerta se abrió y Cristina salió, tirando de su madre.
—Tranquila mamá, no te apresures —iba diciendo, mientras sostenía en sus manos dos bolsos pequeños.
Elena caminaba lentamente a su lado aunque era visible que estaba molesta por eso.
—Tranquila mamá —Samuel inventó una sonrisa y se puso de pie junto a su madre y hermana.
—Dios, no estoy operada de una cadera, ¡puedo caminar más rápido!
Rafael trató de suprimir una risita, sin lograrlo, y ella y sus hijos lo miraron. Elena le sonreía, Cristina dudaba y Samuel simplemente quería matarlo.
Se puso de pie, intentando lucir despreocupado por todo aquello.
—Yo...iré a hablar con los médicos y con el administrador para cancelar la deuda.
Cristina asintió, luego dijo un escueto “Gracias”. Dejó que los tres tomaran el ascensor y él bajó las escaleras en busca de la oficina donde debía pagar. Allí ya lo esperaba Patricia.
Luego de unas firmas y pasadas de tarjetas de crédito, ambos caminaron hacia la salida de la clínica. En la puerta, Elena se afanaba en sacarse de encima a sus hijos, tomando sus bolsos.
Rafael miró de reojo a Patricia y ella hizo un asentimiento con la cabeza. Se acercó al grupo, pero su ofrecimiento para llevar a Elena hasta su casa fue rechazado de plano tanto por los dos hijos como por la propia Elena.
—Podemos llevarla nosotros —aseguraron ambos.
—Puedo pagarme un maldito taxi —dijo Elena, parándose frente a las puertas automáticas de la clínica y saliendo a la calle.
—Pero mamá, —Cristina la siguió, visiblemente agitada—¿adónde irás con un taxi?
—A tomar el autobús.
—¡¿Qué?! —tanto los hijos como Rafael se escandalizaron.
Pero Elena ya estaba parando un taxi, subiéndose a él, y hablando con el conductor, todo en cuestión de pocos segundos. Nada pudieron hacer para evitar que cerrara de un portazo y que el vehículo se alejara con ella adentro.
—Creo que está más terca que antes.
Le causaba gracia la situación. En los dos últimos días Elena demostró que su salud estaba perfecta, y Rafael podía afirmar que la veía incluso mejor que antes, y le resultaba reconfortante verla tomando sus propias decisiones. Los hijos no pensaban lo mismo, y se quedaron en la acera de la clínica peleando entre ellos.
Rafael solo hizo un movimiento de cabeza a Patricia y se alejaron de la tensa escena, rumbo a su auto.
—Lléveme a la casa de Elena —le dijo a Sergio cuando subieron al coche—Quisiera evitar que ella tome el autobús, pero no lo lograré, así que mejor vamos directamente a su casa. Ah, compremos helado, a ella le gustará.
El teléfono de Patricia comenzó a sonar estrepitosamente y la mujer atendió y Rafael supo enseguida de qué se trataba: problemas con la editorial. Cuando Patricia cortó la llamada, lo miró.
—Lo siento, pero será imposible que vayamos a la casa de Elena ahora mismo. La editorial necesita hablar con usted.
—No quiero.
—Señor…
Se veia preocupada e intranquila. Suspirando, accedió.
—Está bien. Sergio, vamos para allá.
Apenas unos minutos después, estaba sentado frente a los directivos que lo miraban con sus rostros condescendientes. Rafael sabía que ni juntando los cinco cerebros de esos tipos, se podría escribir una sola línea para un libro. Sólo eran empresarios del mundo editorial, que poco y nada sabían de literatura.
—Entonces consideramos que una presentación del libro es indispensable, a la luz de las noticias que surgieron en estos últimos días.
Miró a cada hombre frente a él, se rascó la cabeza como si estuviera lleno de piojos y se estiró en la silla, tratando de lucir maleducado e irrespetuoso. Odiaba a todos esos tipos, y si no podía salirse con la suya, al menos podía hacerlos pasar un rato de incomodidad.
—No se me da la gana —afirmó, y luego tosió sin siquiera taparse la boca—Quiero agua, mi aliento apesta.
El más joven de los hombres tomó una de las botellas plásticas del centro de la gran mesa alrededor de la cual estaban reunidos, y sirvió agua en el vaso frente a Rafael. Le dio una sonrisa a la que Rafael no contestó, y tampoco le agradeció por el agua.