Frente a la criatura encapuchada estaba el más grande de los orgullos. Comenzó su discurso.
— Este es el mundo que creé con manos ajenas, en el que fui esclava y ahora la reina. Lo único que sé es que no hay nada imposible para mí, todo me pertenece y poseo la piedra en bruto y la clase más alta a mis pies. Tal vez hay más allá afuera, cosas maravillosas y las quiero para mí. Tú, sabio que todo lo ves, ¿dime qué quieres? En este lado de la pared hay mucho que tendrás, pero a cambio quiero saber lo prohibido. Yo no quiero ser la soberana o la emperatriz... Mi destino es gobernar cuántas tierras lejanas hallan fuera de mi alcance, ¡esperando a ser conquistadas! Ese oro sólido exijo que se vuelva lluvia y caiga en mi boca como las deliciosas uvas que de devoro en el palacio. Ganar ese poder divino que es la eternidad de la suavidez detenida en el tiempo y también, ¿será correspondida esta pasión secreta? Un mágico paraíso junto a él quiero crear, donde los dioses no nos puedan alcanzar ni juzgar por nuestra conducta o mi oscuro pasado. Dime gran conocedor del error y lo cierto, ¿ves mi triunfo sobre los mortales?
Se escuchó una voz que salía de algún lugar del santuario, pero no del cuerpo del niño prodigio.
— Tú, poderosísima mujer, eres bendecida con gracia que envuelve a todos los hombres que tratan de alejarse de vos o tomarte como musa, el Sol te ha dado la llama sin fin que cultiva tu corazón. Tus ojos son piedras preciosas y la carne que solo prueban los hijos de la suerte que tú tomas para ti, es más angelical que el pecado más terrenal. No conozco otra amante más hermosa ni de mente más exacta..., pero estás lejos de ser perfecta. Tú mañana esta tejido por una crín maldita que hará que lo pierdas todo: morirá tu mayor locura, tu plan sobre los otros mundos que ansias fracasarán y darás un paso adelante para regresar a lo que eras, porque esta fantasía dejará de ser tuya.
Se volteó y desapareció entre las estatuas de los todopoderosos. Enojada le dictó su sentencia ante la verdad que no podía ver. El Guardian de la Esfinge sonrió y se escuchó una carcajada poseída y maniática.
— Solo la áspid te librará de la destrucción de tu ego ¿Aceptarás esta advertencia o solo lo olvidarás?...Nadie escapa del castigo justo que Egipto le da a su gente, ni siquiera usted, faraona.