El rostro de Atenea brillaba gracias a los rayos del sol que ya estaba levantándose, para comenzar un nuevo día.
La arena aún estaba muy húmeda, pero aquella característica la hacía más acolchada; la orilla estaba traficada por varias gaviotas, algunas despidiéndose, otras llegando y paseando por aquella playa desierta.
El sonido estridente de los animales despertaron Atenea, que yacía a unos pocos metros del agua salada.
La joven levantó su busto, apoyando sus palmos en la arena suave, le costaba tener los ojos abiertos, sentía como un martillazo continuo a la frente; miró sus prendas, estaban muy húmedas, incluso, aún mojadas. Intentaba recordar lo sucedido la noche anterior, recordaba las ganas de desaparecer entre las olas, acordaba su baño en la inmensa noche, incluso, rememoraba que se había caído dormida en medio del mar, fue entonces, cuando se esforzó evocar los recuerdos sucesivos, porque era imposible que sola, hubiese llegado a la orilla, mejor decir, a unos metros de ella, las olas, aquella madrugada, no estaban tan fuerte para llevar un cuerpo hasta aquel punto.
Más pensaba lo que había pasado, más el dolor que tenía a la cabeza aumentaba exageradamente, intentó levantarse, cayendo hacia atrás un par de veces, hasta que la tercera supo mantener el equilibrio, miró sus pies, estaban desnudos, había dejado las zapatillas junto a su toalla y una pequeña mochila con su móvil, miró hacia la entrada de la playa y sus cosas seguían en el mismo sitio donde lo había dejado, nada había cambiado, dio dos pasos, dejándose el agua a la espalda y fue allí, cuando algo le pinchó los dedos del pie izquierdo, se arrodilló para observar qué era y con estupor sacó la preciosa concha blanca que no había visto antes.
Era simplemente estupenda, algo fuera de lo normal, era un tritón del Atlántico, una típica concha del Mar Mediterráneo que, normalmente, usan los cangrejos como vivienda, lo extraño era el color que tenía, un puro blanco, con unas pequeñas rayas de una diferente tonalidad; fue entonces que Atenea apreció la real luminosidad de aquella concha, como era posible que estaban tan brillante y limpia si estaba debajo de la arena, empezó a preguntarse la joven; la recogió y la guardó en su mochila, metió todas sus cosas y se dirijo hacia la salida, miró atrás, observó cuidadosamente el agua; la noche anterior algo de muy raro le había pasado, pero aún no podía recordar lo que era.
Llegó a casa y se tumbó en su cama, en pocos segundos cayó en un sueño profundo. Sentía como otro cuerpo apoyaba su piel a la suya, apreciaba una suave y dulce caricia en la cabeza, en su pelo largo, fue entonces cuando el sonido del móvil interrumpió aquella visión.
-¿Sí?- contestó media dormida.
-¡¿Dónde estás, Atenea?!- exclamó una voz masculina por la otra parte de la línea.
Miró el móvil, ya era la una de la tarde y tenía que hacer el servicio de la comida.
-Joder, lo siento David, estoy, ehm…- no sabía que excusas inventarse y su migraña no le estaba ayudando mucho.
-Te dormiste, puf, esos jóvenes…- afirmó el hombre.
-Lo siento, ya voy, de verdad, no tardo nada.
-Que sea la última vez, Atenea- avisó David.
-Claro, claro, de verdad, ya voy- colgó.
Atenea se cambió rápidamente, quería echarse una ducha porque olía mucho a sal marina, pero no le daba tiempo, así que vistió la uniforme y salió de casa, después de unos veinte minutos andando llegó a su puesto de trabajo: era un lujoso restaurante en el corazón de la ciudad, la especialidad era una fritura de mariscos frescos, aunque, de fresco, poco tenía.
-¡Aquí estoy!- exclamó Atenea, mientras entraba en la sala del local, no se había dado cuenta de que ya estaban unos comensales y su entrada triunfal llamó la atención de todas las personas presentes.
David le miró con una mirada seria y aterradora.
-Lo siento - le susurró, mientras se ponía detrás de la barra.
-No pasará más - añadió la chica.
David no dijo nada, se alejó de ella, acogiendo a los nuevos clientes.
Atenea suspiró y rápidamente preparó las bebidas que salían de la máquina de pedidos.
-Lleva tú estos refrescos a la terraza, mesa tres- afirmó David.
-Voy.
Fue cuando la puerta automática se abrió, vio quien estaba delante de ella: sus piernas temblaban y la bandeja que llevaba en sus manos cayó rompiendo todos los vasos y llamando la atención de los presentes, otra vez.
Su mirada no podía despegarse de él, el amor de su vida, bueno, el que Atenea pensaba fuese el amor de su vida, había pedido una cerveza con limón, su bebida favorita e iba acompañado por una mujer bien guapa y elegante.
-¡Eres un desastre, Atenea!- le susurró David, porque lo último que quería era dar espectáculo.
La joven se arrodilló, recogiendo todos los vasos rotos, con un cristal se hizo un pequeño corte en el pulgar.
-¿Ni eso sabes hacer?- preguntó el hombre, apartándola para evitar que se hiciese otra vez daño.
Entonces la mujer hermosa, que acompañaba a su ex pareja le preguntó si se sentía bien.
Atenea no contestó, empezó a correr, sin saber a dónde iba, ella corría, corría, sin parar, en línea recta, sin tomar una pausa, no dejaba de moverse y cada minuto más rápido; el suelo cambiaba constantemente, a veces era hierba, otra asfalto hasta que llegó a tocar la arena, entonces fue cuando se tiró al suelo, mirando al mar y preguntando por qué aquel dolor atroz le había tocado a ella.