La muerte ha fallecido, dejando huérfana a la vida, sin fin ni finalidad; porque Dios la ha seguido en su destino. Ya no tiene sentido aquello de casarse bajo el lema de “lo que Dios ha unido, ningún hombre lo separe” o “hasta que la muerte nos separe”. Aun sabiéndolo, León está dispuesto a repetir la fórmula por sexta vez; a una Erika seductora, de sugerentes curvas; ojos inyectados de fuego; labios de pecado; servidores de una belleza sobrenatural. Erika es la perfección; largo y ondulado pelo rubio; ojos, azulísimos; nariz, respingona; labios, carnosos; mentón, ovalado delicado. Sus encuentros explosivos y, por supuesto, rodeados de originalidad. Sin limitaciones económicas todo es posible.
El escenario elegido no podía ser otro que el mundo de Garcés; aquel que puso a León en boca de todos. Disfrutaban su capricho de última hora, hacer el amor en el Mirador de la Gran Aguja. La hora elegida, conjugaba el amanecer azul de Garcés-A con la rápida marcha hacia la oscuridad de su compañera enana roja. Ambas escoltaban a la gran aguja proyectando coloreadas sombras a los lados. Mientras una, azul, crecía; la otra, roja, decrecía. El mirador había sido construido en una posición tal que, en días excepcionales, permitía ver el juego de sombras proyectadas por la Aguja, parecido a las manecillas de un gigantesco reloj. Moviáse el segundero más rápido que ninguna otra; la seguía el minutero y el pulido puñal central marcaba impertérrito la hora, allí inmóvil, dejándose lamer los pies por el juego de colores.
Al principio la idea era divertida y picante; pronto degeneró en un carísimo desastre tecnológico. Podría haber sido mejor hasta con realidad virtual. Él trataba de excitar a Erika, algo no acababa de ir bien, no era por falta de deseo. Lo malo estaba en la conexión con los avatares, que en aquel remoto rincón del Universo, funcionaba entrecortada. Por momentos se desconfiguraban los nanobots; los cuerpos se desintegraban en la tenue atmósfera; la conexión se recuperaba, había un intento de reagrupación; volvían a expandirse, se evaporaban.
La cara de Erika lo decía todo; no se le ponía la piel de gallina porque el avatar era incapaz de hacerlo; sin lugar a duda el panorama era cualquier cosa menos sensual.
Contactó con Erika, más tarde; esta vez en la Tierra, sin dificultad.
Por suerte para León, viven en el mismo edificio; de ahí que se conozcan en persona; lo habitual sería estar a miles de kilómetros.
Llegó al apartamento; la materia programable había recreado un hermoso jardín boscoso. La intensa luz solar se filtraba entre los árboles, que formaban una verde bóveda, mecida por una brisa húmeda con olor a lluvia, cálida. Al fondo, oculto entre ramajes se divisaba un horizonte marino. Sintió los pies hundiéndose entre la fina arena. Estaba sorprendido por la recreación de su lugar favorito de paseo y relax. De un rápido vistazo, pasaría desapercibida la baja calidad de la simulación y lo poco cuidado del detalle; las hojas de la bóveda parecían recortes de una tela; el movimiento de la brisa era más bien oscilación repetitiva; pero ¿a quién le importa? Los dos visitantes no estaban allí como críticos de arte digital; les preocupaba otra pulsión más inmediata.
Le costó encontrarla, oculta, tras unas soberbias flores. Su perfume la delataba. Cubrían su cuerpo unas manos que lo acariciaban voluptuosamente; con movimiento suave, recorrían su anatomía; sin dejar ver pero sin ocultar. Invitaban a unirse a la sensualidad provocada por el nanotraje[2]. Ella era consciente de sus puntos fuertes; como quedó patente ante la mirada ardiente que le dedicó León. Sus ojos, atrapados por una sonrisa, fiel servidora del encanto que ella desprendía. León era muy enamoradizo, en el fondo resultaba fácil embelesarlo.