El cumpleaños de Carmen era el 6 de febrero, y las cuatro muchachas lo
celebraron a lo grande. Carmen cumplía veintiún años, y oficialmente era
mayor de edad.
En marzo, decidieron dejar la residencia de señoritas y buscar algo más
cercano a Núremberg y a la fábrica donde trabajaban.
A través de una amiga alemana de Renata, pronto encontraron una estupenda
solución. Unos tíos de dicha amiga tenían una enorme casa a las afueras de
Schwabach y buscaban inquilinos de confianza, así que fueron a verla.
—¿Qué os parece? —preguntó Renata en medio del salón.
Loli y Teresa se encogieron de hombros y Carmen, mirando por la ventana,
dijo:
—La vista no se puede decir que sea la mejor del mundo.
Todas sonrieron. Desde la ventana se veía un cementerio y Renata afirmó:
—Ya. Pero al menos sabemos que los vecinos no serán ruidosos.
—No digas eso, Renata —se quejó Teresa—. Es un campo santo.
Su amiga puso los ojos en blanco y Carmen, al verlas, intervino con una
sonrisa:
—Es una broma, Teresa. Hija de mi vida, un poquito de sentido del humor.
—Como diría nuestro padre —añadió Loli para suavizar el momento—, hay
que temer más a los vivos que a los muertos.
—En eso le doy la razón —asintió Teresa.
La casa estaba amueblada. Cuatro habitaciones, un salón grande con
televisor, dos cuartos de baño, uno de ellos con bañera. Aquello suponía un gran
lujo, tras vivir en la residencia de señoritas.
Una vez las chicas se decidieron, Renata habló con los dueños, Anita y Josef,
y llegaron al acuerdo de que las cuatro se instalarían en la primera planta y ellos,
los caseros, en la planta baja. Quince días después, las muchachas se mudaron a
su nuevo hogar.
Sin duda, la decisión fue acertada y todo era perfecto. Incluso disfrutaban de
verduras frescas que los caseros les regalaban cuando las recogían de su propio
huerto, y ellas se lo agradecían con una gran sonrisa.
Anita les doblaba la edad, pero por su gesto siempre risueño se veía que debía
de ser encantadora. Alguna tarde cuando Carmen llegaba de trabajar, si veía a
Anita sentada tejiendo, o bien en la cocina, preparando algo, bajaba a su casa y,
a pesar de que no podían comunicarse bien con palabras, lo hacían con miradas
y gestos.
Pronto, entre ellas se creó un vínculo especial, y raro era el viernes en que la mujer no les preparara a las chicas una tarta de queso con frambuesas.
Especialmente porque sabía que a Carmen le gustaba.
La cercanía a Núremberg hacía que visitaran la ciudad con asiduidad los
fines de semana. Era más bonita de lo que en un principio habían creído. En sus
días libres, y animadas por Teresa, visitaron lugares como la iglesia de San
Sebaldo, la de San Lorenzo o la de Santa Martha, algo que aburría a Renata pero
que a Teresa le encantaba. Aunque por las tardes, para compensar, iban a bailar
a los locales de moda, donde Renata se divertía y Teresa también disfrutaba.
En aquellas salidas por Núremberg, se cruzaban con cientos de militares
americanos. Muchachos jóvenes que, como ellas, querían divertirse y reír, pero
siguiendo el consejo que meses atrás les había dado Renata, huían de ellos.
Renata, que en la granja de sus padres conducía un tractor, tras ahorrar un poco
se compró un viejo y descascarillado Volkswagen amarillo. Tener ese vehículo a
las jóvenes les dio mayor libertad de movimiento.
Una de las tardes, cuando regresaban de la ciudad, llovía a mares. Era la
primera vez que una lluvia así pillaba a Renata conduciendo, así que miró a sus
amigas y dijo:
—Voy a ir despacio, ¿vale?
Ellas asintieron con gesto preocupado, en especial al ver el rictus incómodo
de Renata. La carretera por la que tenía que ir hacia Schwabach no era muy
buena y la lluvia era molesta e incesante.
—¡Llueve muchismo! —afirmó Teresa.
—Vaya nochecita toledana que se está poniendo —murmuró Loli, mirando
fuera.
Carmen, que iba en la parte de delante con la alemana, al ver los nudillos
blancos en las manos de Renata, intuyó el nerviosismo que sentía y dijo mientras
la observaba:
—Tranquila. Lo haces muy bien.
La chica sonrió, pero entre la helada y la lluvia estaba muy tensa. De pronto,
vio que el vehículo que iba detrás de ellas hacía un movimiento extraño y antes
de que pudiera abrir la boca, las embistió, haciendo que las chicas chillaran.
Durante varios metros, el coche giró descontrolado por el hielo que había en
la carretera, hasta que al llegar a un árbol golpeó contra él y se paró.
Durante una pequeña fracción de segundo ninguna dijo nada, y entonces se
oyó la voz de Teresa que preguntaba asustada:
—¿Estáis bien?
Loli, que estaba a su lado, asintió y entonces gritó espantada:
—¡Mari Carmen… Mari Carmen…!
Tocándose la frente, ésta murmuró:
—Loli, tranquila, estoy bien.
Estaba temblando. ¿Qué había ocurrido? Pero al mirar a Renata y verla inmóvil y echada sobre el volante, gritó:
—¡Renata!
La chica no se movió y, alarmada, Carmen intentó abrir su puerta. No se
podía. El árbol que las había parado lo impedía. Desesperada, buscó una solución.
Aquel vehículo sólo tenía dos puertas y por la de Renata no podían salir.
Al mirar hacia el frente, vio el cristal delantero cuarteado por el impacto y,
sin dudarlo, le dio un golpe con el puño cerrado y lo rompió en mil pedazos.
—¡¿Qué haces?! —chilló Loli asustada.
Sin mirarla, y a pesar del intenso frío, Carmen se quitó el abrigo, lo tendió
como pudo sobre el capó del coche y los cristales rotos y dijo:
—Tenemos que salir por aquí. La puerta no se puede abrir y a Renata le pasa
algo.
—¡Ay, Dios mío! —sollozó Teresa.
Como pudo, Carmen salió por la parte frontal del coche con cuidado de no
cortarse; después ay udó a Loli y, tras ésta, a Teresa. El vehículo que las había
embestido estaba parado unos metros más atrás y de él salió un hombre de
avanzada edad, que corrió hacia ellas gritando algo en alemán que las tres chicas
no entendían.
Sin mirarlo, Carmen fue a toda velocidad hacia la puerta de su amiga para
abrirla. Tenía que sacar a Renata de allí. Pero entre los nervios, el frío, la flojera
del momento y la lluvia, le era imposible. El anciano, tan asustado como ellas,
también intentó abrir la puerta, pero nada, estaba atrancada.
Tras decir algo en alemán, el hombre corrió de nuevo hacia su coche,
mientras Loli y Teresa lloraban asustadas. Carmen, a quien le temblaban las
manos, volvió a subirse al capó del vehículo. Movió a Renata con delicadeza y
aliviada vio que respiraba.
—Te vamos a sacar de aquí. Te vamos a sacar de aquí —susurró a punto de
llorar.
En ese instante, Renata se movió, abrió los ojos y, mirándola, murmuró:
—Lo sé… lo sé… ¿Estáis bien?
Al ver que se movía, la miraba y, sobre todo, hablaba, Carmen sonrió
aliviada, mientras el anciano se acercaba sosteniendo una barra de hierro. La
metió por la ranura de la puerta y comenzó a hacer palanca. Pero nada. No
conseguía abrirla.
Desesperada, Carmen miró a Renata, que poco a poco recuperaba la
conciencia, y tras darle un rápido beso en la frente, dijo al ver que una furgoneta
se paraba para socorrerlos:
—Te voy a sacar de aquí como sea.
Se bajó del capó del coche de un salto, temblando. Cada vez llovía más y
cuando llegó a la altura de su hermana y de Teresa, le quitó al anciano la barra
de hierro de las manos. Y sin esperar a que los dos hombres que llegaban corriendo la ayudaran, comenzó a hacer palanca con todas sus fuerzas, hasta que
la puerta del Volkswagen se abrió y ella cay ó hacia atrás.
Al llegar a su lado, los hombres se apresuraron a ay udar a Renata a salir del
vehículo. Por suerte, estaba bien, sólo había sido una conmoción momentánea, y
cuando Carmen se levantó del charco donde se había caído, la chica la abrazó
sonriente y murmuró:
—Al final tendré que regalarte los guantes de piel rojos.
Ambas rieron. La suerte las había acompañado y no había pasado nada que
no se pudiera remediar. El coche era algo material y sustituible, pero ellas no.
Minutos después, y tras tranquilizar al anciano que las había embestido y éste
explicarle a Renata por enésima vez que su vehículo había patinado por la lluvia
y el hielo, los hombres de la furgoneta los llevaron a todos al hospital más
cercano, donde los atendieron, y, por suerte, les dijeron que estaban bien.
Un mes después ya habían olvidado el incidente, y Carmen y Renata fueron
al taller de un conocido de ésta para recoger el coche. Con el Volkswagen en casa
y habiendo recuperado su libertad de movimientos, las chicas no volvieron a
hablar del accidente. Era mejor olvidarlo.
Todos los sábados iban a tomar un café con leche a la misma cafetería, y Loli
buscaba con la mirada a un joven alemán que trabajaba allí y que le hacía
gracia. Uno alto y rubio de ojos azules, que siempre que la veía le sonreía.
Uno de esos sábados, el muchacho, acompañado por tres chicos, esperó en la
barra del bar hasta que vio llegar a la joven que le había llamado la atención.
Animado por sus amigos, se acercó a Loli y, tendiéndole la mano, dijo:
—Leopold.
Ella lo miró, ¡se le estaba presentando!, y Teresa cuchicheó divertida:
—¡Arrea!… si se llama como el párroco de mi iglesia.
El muchacho comenzó a hablar y Loli, con cara de circunstancias, buscó a
Renata con la mirada. Necesitaba ayuda y su amiga le hizo de traductora.
Leopold, contento por haber podido salvar aquella barrera que los separaba,
les dijo a sus amigos que se acercaran y, tras plantearle a Renata la posibilidad de
ir a bailar todos juntos, salieron de la cafetería y se fueron a un local cercano.
Tras llegar al sitio en cuestión y pedir unos zumos, Loli se alejó de su
hermana y de las demás y se fue a la pista a bailar con Leopold.
—Mírala —comentó Carmen—, ahí la tienes, con pantalones pitillo y
tonteando con un alemán. Si se entera mi madre, la encierra en casa y le hace
rezar veinte rosarios.
Todas rieron y, poco después, hasta Teresa estaba en la pista, divertida,
bailando un twist con uno de los chicos.
Una hora más tarde, un grupo de americanos entraron en el local y,
enloquecidos, corrieron a la pista a bailar rock and roll con las chicas que iban pillando por el camino.
—Madre mía, ¡qué bien se mueven! —exclamó Carmen.
Renata los miró. Eso no lo podía negar, los reyes de la pista en esa modalidad
eran los americanos. Mientras tanto, los alemanes los miraban, algo recelosos por
verlos acercarse a sus chicas. Teresa, al contemplar las piruetas que algunas de
ellas hacían, cuchicheó:
—Madre del amor hermoso, le acabo de ver las vergüenzas a la del vestido
azul cielo.
Carmen sonrió y no dijo nada. Aquellos jóvenes querían divertirse, eso se
veía en sus caras y en sus gestos. En ese momento, por los altavoces del local,
Neil Sedaka cantaba Oh! Carol.
—¡Me encanta esta canción! —afirmó Carmen, comenzando a cantarla a su
manera. Su inglés era peor que pésimo.
Renata, señalando a Loli, que gesticulaba con las manos ante el alemán
llamado Leopold, preguntó:
—¿De qué estarán hablando?
Divertida, Carmen miró a su hermana.
—A saber —respondió.
Durante varios sábados se estuvieron viendo con aquellos chicos alemanes.
Loli había empezado una relación con el tal Leopold, mientras Teresa parecía
llevarse muy bien con otro de ellos.
Pero un mes más tarde, el romance entre Loli y Leopold se acabó y el de
Teresa ni llegó a empezar. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, y los dos grupos
dejaron de verse y de quedar.
Varios sábados después, una tarde en que salían de bailar y se encaminaban
hacia un aparcamiento para coger el coche de Renata, al pasar junto a la
estación central de Núremberg, Teresa oy ó que alguien la llamaba, y al volverse
se quedó boquiabierta al ver a una chica del mismo hospicio donde se había
criado que corría hacia ella.
—Teresa… Teresita, pero ¡qué alegría verte!
—Dios mío, Luisi, pero ¿qué haces tú aquí? —exclamó Teresa, tras fundirse
las dos en un gran abrazo.
Durante un par de minutos hablaron sin parar, mientras Renata, Carmen y
Loli las observaban, y cuando Teresa las miró, dijo emocionada:
—Chicas, acercaos, que os presento a Luisi.
Ellas la saludaron encantadas y la joven les dijo que estaba con un grupo de
españoles, inmigrantes como ellas, pasando el día en Núremberg. En ese
momento, al ver a Renata fumar, la miró con gesto hosco y luego se volvió hacia
Teresa, que puso los ojos en blanco. Esos gestos no pasaron desapercibidos para
nadie, pero a Renata, que era una mujer de armas tomar, le dio igual. Continuó fumando como si nada.
Antes de despedirse, Luisi las invitó a una fiesta el sábado siguiente, en los
barracones donde ella vivía. Con el coche de Renata les sería fácil llegar hasta
allí.
Tras una semana de trabajo a tope, el sábado a las cuatro de la tarde las
jóvenes se despidieron de Anita, su casera, montaron en el coche y se fueron de
fiesta. Al llegar al sitio, se les cayó el alma a los pies. Los barracones donde
estaban alojados aquellos españoles eran penosos. ¿De verdad podían vivir allí?
Aquel desangelado y frío lugar nada tenía que ver con la residencia de
señoritas donde ellas habían estado, o la casa que alquilaban entre las cuatro. Se
entristecieron por su precaria situación y, una vez más, se dieron cuenta de lo
afortunadas que eran.
Sin decir nada, se apuntaron a la fiesta y entregaron las botellas de refresco
que habían llevado para colaborar. Los españoles las recibieron con gusto, aunque
algunos miraban con gesto raro a Renata, que iba con pantalones y fumaba.
—¿Y estas lindas señoritas quiénes son? —preguntó de pronto un joven alto y
guapo, acercándose a ellas.
Todas lo miraron y Luisi respondió encantada:
—Ella es mi amiga Teresa y ellas son Carmen, Loli y Renata.
Todas sonrieron a aquel hombre tan guapo, que, tras saludarlas, le cogió la
mano a Teresa, se la besó con galantería y dijo:
—Quién fuera sol para alumbrar tu día y luna para velar tus sueños.
—Arturo, tú como siempre tan galante —aplaudió Luisi.
Él, consciente de que era el centro de las miradas de muchas de las chicas
presentes, le guiñó un ojo y contestó:
—Ante tales bellezas, ¡siempre!
Ellas sonrieron, encantadas por aquel bonito piropo, y Teresa se puso roja
como un tomate cuando aquel galanazo preguntó sin soltarla:
—¿Bailas conmigo?
Paralizada, la joven no supo qué decir. En la vida se había encontrado en una
situación así, pero animada por sus amigas, salió a bailar con él.
Luisi, al ver las miradas y sonrisas de aquéllas, puntualizó:
—Arturo está soltero y es un chico muy divertido.
—Además de un adulador nato —se mofó Renata.
Tras bailar con Teresa, Arturo sacó a Carmen y después a Loli, pero cuando
se lo pidió a Renata, ésta se negó con una sonrisa. Él, acercándose más de la
cuenta, dijo:
—Mujer, no te voy a comer, aunque estás para que lo hagan.
La alemana lo miró. De adulador había pasado a idiota.
Nunca le habían gustado los hombres como aquél y, sin responderle, se dio la vuelta y se fue en busca de Loli, que hablaba con unas chicas. Tras ese desplante,
Arturo miró a su alrededor y al ver que Teresa lo observaba, se acercó a ella y
dijo:
—¿Alguien te ha dicho que tienes una carita preciosa?
La joven se acaloró y no supo qué responder. Que un hombre se fijara en ella
como lo estaba haciendo aquél, era nuevo, y le gustó.
Carmen, tras bailar un par de rumbitas que un chico tocó con la guitarra,
empezó a hablar con una joven llamada Conchita, la cual le preguntó curiosa:
—¿De verdad vivís las cuatro en un piso alquilado?
—Sí —asintió Carmen.
—¿Tanto os pagan en la Siemens?
Con tantas preguntas, Carmen se empezó a agobiar. ¡Menuda cotilla! Pero no
quería ser descortés, así que respondió:
—Trabajamos en cadena y cobramos por producción. Y, la verdad, no pagan
mal.
—Pero ¿siempre habéis vivido ahí?
—No. Antes vivíamos en Büchenbach, en la residencia de señoritas de la
Siemens.
—¿Y por qué os mudasteis?
Aquel tercer grado cada vez la incomodaba más.
—Para estar más cerca de Núremberg y no madrugar tanto —respondió—.
Por eso ahora vivimos en Schwabach.
La chica, sorprendida porque su realidad fuera tan diferente a la de Carmen,
siendo ambas inmigrantes españolas, le preguntó:
—¿Te puedo pedir un favor?
—Claro.
—Por favor, por favor, por favor, ¿podrías preguntar en la Siemens si
necesitan más gente?
—Por supuesto —asintió Carmen.
Conchita sonrió y explicó:
—Manolo y y o andamos bastante justos de dinero. Más de la mitad de lo que
ganamos lo mandamos a España, porque nuestras familias lo necesitan.
Entendiendo lo difícil que tenía que ser vivir en esa situación, Carmen se
compadeció.
—Te prometo que, en cuanto tenga oportunidad, preguntaré lo que me dices
—le aseguró.
Conchita le cogió las manos y, mirándola a los ojos, susurró:
—Sois afortunadas, Carmen. Muy afortunadas. No todos los inmigrantes
podemos permitirnos lo mismo que vosotras. Que no tengas que mandarle dinero
a tu familia es una gran ventaja.
—Sí, tienes razón.