Colombia, 1985. Bogotá.
Caminaba en todas direcciones, desesperada. Mi papá debió haber llegado hace 3 horas, temo por su vida. Desde hace un par de meses que inició esta masacre de la que nadie está a salvo, desde entonces papá perdió el trabajo y le toca ir a la ciudad todos los días en busca de algo de dinero.
Solo nos teníamos el uno al otro. Mamá murió cuando yo tan solo era una cría. Así que yo me quedaba en casa quemando tiempo, limpiaba un poco, cocinaba algo, leía un libro de vez en cuando pero más que nada me gustaba dibujar. Creaba historias y las convertía en convertía en cómics, aunque, últimamente me he bloqueado, la preocupación me blanquea la mente y no me deja pensar con claridad.
Yo nunca salgo, por como están las cosas, papá teme que yo sea la próxima víctima, tal es su miedo que me prohíbe hasta acercarme mucho a la puerta sin importar la situación que sea.
Hace dos semanas vino alguien el gobierno, ignoro cual fuera su cargo, yo abrí porque pensaba que era papá. El hombre me obligó a dejarlo pasar, tenía la cara llena de sangre y una herida de bala en el brazo derecho, había perdido mucha sangre.
Lo hice sentarse mientras yo iba por un poco de agua, unas vendas y algo de alcohol. Regresé donde él y me arrodillé a su lado mientras sumergía un trapo en el agua.
—¿Qué le pasó, señor? —me miró confundido— En el brazo.
Le corté la manga de la camisa y le pasé el trapo húmedo por la herida que no dejaba de sangrar.
—Me vi metido en un tiroteo —mencionó mientras le limpiaba a cara manchada de sangre seca.
Hice una mueca de desagrado al echarle alcohol en la herida, él se limitó a apretar la mandíbula y cerrar los ojos.
—¿Cuál es su nombre, señorita? —lo miré descolocada. No me esperaba esa clase de preguntas.
—Rose.
Le vendaba el brazo concentrada en lo que hacía cuando él me agarró de la muñeca. Lo miré confundida.
—Rose —pronunció con delicadeza, como si lo dijera de otra forma podía partirlo en mil pedazos—, lindo nombre.
Terminé de curarlo y lo miré a los ojos, parecía sincero, lo cual era extraño en un hombre de su clase.
—Gracias —me sonrojé. No estoy acostumbrada a hablar con alguien aparte de papá. A mis 17 años solo he hablado con na sola persona, algo difícil de creer.
—Rose —dijo de nuevo—, quiero que hagas algo por mí —me miró esperando a que respondiera por lo que asentí—. En dos semanas ve al Palacio de Justicia, a la 170 horas, te estaré esperando en la entrada. Te compensaré por ser tan servicial conmigo.
Lo miré confundida, de nuevo, y paré a detallar la imagen de su rostro. Era joven, unos 22 años, apuesto y alto, aunque un tanto serio.
—De acuerdo, iré —le sonreí a lo que él correspondió con otra sonrisa.
Nos levantamos y dirigimos a la salida, antes de cruzar la puerta de mi humilde morada se inclinó un poco y depositó un suave beso en mi mejilla, me miró unos instantes y después se fue. Cerré la puerta y me apoyé contra ella deslizándome hasta el piso soltando un suspiro. Me sentía agitada, mi pulso estaba a mil por hora y mis manos sudaban. ¿Qué me estaba pasando?
Regresando a hoy, son las 1500 horas, papá no regresa y ya no puedo esperar. Voy a ir, el hombre me espera en dos horas en el Palacio de Justicia y quiero asistir. La curiosidad me carcome por dentro. Salí corriendo de casa en dirección a la Plaza, no tenía idea de cómo llegar pero lo intenté. Al alejarme de casa, ya no hay vuelta atrás, vi pasar un carro con personas armadas encima, se detuvieron al verme.
—¿Qué hace una señorita como usted en un lugar como este? —dice uno de los sujetos.
—Tengo que llegar al Palacio de Justicia cuanto ante —les digo.
—Te llevamos, justo vamos hacia allá —dijo otro.
Les miré agradecida, no me esperaba lo que iban a hace allá.
Llevábamos 15 minutos cuando alguien gritó:
—¡Granada!
Uno de los sujetos me empujó hacia abajo cubriéndome con su cuerpo. Segundos después escuché un ruido ensordecedor seguido de un zumbido en mis oídos. Nos bajamos del carro, una llanta se había espichado, y uno de los hombres me cargó en su espalda, se llamaba Kelvin, si mal no recuerdo.
Estaba cerca a la Plaza cuando nos aproximamos a un tiroteo, tratamos de esquivarlo, pero dos de los nuestros cayeron muertos.
Vislumbré a unos metros mi destino y me bajé de Kelvin corriendo hacia allí. Él me gritó algo que no escuché por los ruidos del exterior. Estaba cerca, ya casi llegaba, vi al hombre parado junto a la entrada como prometió, él pareció verme, no lo sé, no tuve tiempo de reparan en eso.
Me acababa de dar cuenta de que estaba parada justo en el blanco de una bomba, corrí hasta más no poder pero no fue suficiente, la explosión me absorbió a su paso.
Veía borroso, escuchaba los gritos como algo lejano, creo que vi al hombre sacudirme desesperado, pero todo lo veía desde arriba, ya no estaba ahí. Había muerto. Vi mi cuerpo tendido en el suelo, al hombre sobre mí y creo que lo oí gritar:
—¡Rose!
Luego vi a Kelvin dispararle al hombre que cayó sobre mí.
Ya ninguno estaba vivo, pero no estábamos en el mismo cielo. Fuimos separados por este holocausto de amor.