Hombres de ceniza (romantasy-concurso)

Prólogo – Hombres de Ceniza

Prólogo – Hombres de Ceniza

Esto es lo que eres: un error que respira.

Y el mundo no olvida a sus errores. Solo los entierra… hasta que empiezan a respirar de nuevo.

La arrogancia fue la primera religión. La única que todos practicaron, incluso los que juraban no creer en nada. Se la pusieron como una corona, y era pesada como una lápida.

No fue un dios airado ni una estrella errante lo que nos condenó. Fue una promesa rota, susurrada en los pasillos del poder por hombres que soñaban con un mundo limpio de enemigos. Limpiar, decían. Como si la sangre pudiera lavarse con fuego. Como si la historia no guardara registro de cada purga que comenzó con esa misma palabra.

Se llamaron a sí mismos Hombres de Tierra, como si ese nombre los enraizara en algo noble. Como si la tierra fuera solo suelo fértil y no también tumba. Como si no supieran que la tierra devora todo lo que cae sobre ella y lo transforma en algo irreconocible. Pensaron que el nombre los haría humildes, terrenales, conectados con lo primordial. Qué ironía. La tierra absorbió cada grito que arrancaron, cada hueso que trituraron bajo su peso, cada promesa que incumplieron. Y cuando terminaron, cuando el fuego que desataron los convirtió en polvo... la tierra los recordó. No como héroes. Como la primera traición.

Desataron un fuego que no pretendía destruir el mundo. Solo a sus rivales. Qué tontos fueron al pensar que el fuego obedecería. Que la llama distinguiría entre el enemigo y el aliado, entre el culpable y el inocente, entre el arquitecto de la catástrofe y el niño que duerme en sus brazos.

El cielo no estalló. Se desgarró.

Y en esa herida abierta, el mundo se convirtió en un crisol donde todo lo que alguna vez tuvo nombre se fundió en un aullido sin forma. La tierra, la piedra, el metal, la carne… todo se volvió indistinguible en el abrazo del fuego atómico. Noventa metros de fracaso se apilaron sobre nuestras cabezas. Noventa metros de vergüenza solidificada. No es polvo. Es el hueso molido de un planeta que nunca pidió ser campo de batalla. El último aliento radiactivo de miles de millones que murieron creyendo que alguien los salvaría. Que alguien presionaría el botón de pausa. Que la cordura prevalecería en el último segundo.

Nadie lo hizo.

Mientras su mundo ardía —mientras continentes enteros se licuaban y los océanos hervían hasta evaporarse—, ellos huyeron. Los Hombres de Tierra ascendieron en naves de plata, con su ciencia como única amante y su desprecio por lo que dejaban atrás como único legado. Desde la fría negrura del espacio, vieron arder su cuna… y la llamaron un mal necesario. Como si la historia fuera a perdonarles por usar esa frase. Como si hubiera un tribunal en las estrellas que absolviera a los que abandonan su mundo en llamas con las manos todavía manchadas de la chispa que lo encendió.

Se fueron. Y nos condenaron a un silencio que rugía.

Los que quedamos buscamos refugio en las entrañas de la tierra que ellos profanaron. En búnkeres construidos por su paranoia, que prometían una salvación que nunca llegó. Estructuras diseñadas para proteger a los privilegiados, ahora ataúdes para los desesperados. El calor nos encontró de todas formas. Se filtró a través de metros de acero y concreto como un depredador paciente. La radiación nos reclamó, molécula por molécula, gen por gen.

Pero no nos borró.

Debería habernos borrado. Toda ley de la física, toda ecuación que los Hombres de Tierra adoraban, decía que deberíamos habernos desintegrado en nuestros componentes más básicos. Pero la energía no solo nos fundió; nos catalizó. Alma con alma. Terror con hormigón. Esperanza con ceniza. Memoria con radiación. Hasta que solo quedaron brasas silenciosas en la oscuridad de los búnkeres sepultados… y un latido.

Un latido que no debería existir.

Un latido que se negó a detenerse.

De esas brasas nacimos nosotros. Los Hombres de Ceniza.

No conocimos el cielo azul que pintan en las historias prohibidas, ese firmamento imposible que existió antes del Gran Desgarramiento. Nuestro cielo es la opresión gris de la Ceniza, un techo infinito de muerte comprimida que cuelga sobre nosotros como un juicio eterno. No anhelamos el sol que calentaba sin quemar, esa leyenda dorada. Nuestra vida florece en la oscuridad perpetua del Rescoldo, en cavernas laberínticas alimentadas por la magia que fluye de la propia agonía del planeta. Una magia nacida de la muerte. Una magia que no debería existir pero que persiste, terca, imposible, hermosa en su horror.

Somos los hijos de la catástrofe. La prueba viviente de que la vida es más terca que el orgullo. Más fuerte que la bomba. Más persistente que la radiación. Nos adaptamos a lo imposible porque no teníamos otra opción. Porque la extinción es solo permanente si aceptas que lo es.

Pero cada don tiene su precio. Siempre lo tiene.

La Ceniza nos dio la vida… y la Maldición del Alma. Los Ecos de aquellos que murieron en el fuego. Sus miedos. Sus fracasos. Su arrogancia. Su último segundo de comprensión, cuando entendieron que no habría segundo después. Revivimos su final una y otra vez. Una herida colectiva que nunca cicatriza, que supura recuerdos ajenos en nuestros sueños. Algunos de nosotros nacemos gritando con voces que no son nuestras. Otros vivimos vidas enteras antes de comprender cuáles memorias nos pertenecen.

Y a veces, en medio del coro de muertos que habitan nuestras almas… escuchamos una voz diferente. Una voz que no pertenece a ninguno de ellos. Una voz que no suena como un eco del pasado sino como una promesa del futuro. Una voz que dice:

"Estoy viniendo".

Ahora, después de generaciones de silencio, las estrellas traen una nueva amenaza.

Las naves de plata regresan. Los Hombres de Tierra —nuestros creadores y destructores, nuestros ancestros y asesinos— vuelven para reclamar su mundo perdido. Vienen con tecnología que hemos olvidado, con armas que nunca conocimos. Para borrar la Ceniza. Para restaurar lo que llaman "el orden natural". Y con ello, para borrarnos a nosotros.




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