Nos arrastramos los últimos metros hasta la cornisa. El frío me había entumecido las piernas desde las rodillas hasta los tobillos, transformando mis extremidades en troncos torpes que apenas obedecían. Pero no era el frío lo que me tenía tiesa como un cadáver en rigor mortis. Era el miedo. El mismo que llevaba semanas royéndome las tripas desde adentro, un parásito invisible que se alimentaba de cada pensamiento, cada respiración, cada latido. La roca bajo mis palmas estaba cubierta de escarcha negra, esa precipitación antinatural que solo caía cerca de los campamentos del Polvo. Incluso el hielo aquí era equivocado: geométrico, cristalino hasta un punto obsceno, como si la naturaleza misma hubiera sido reprogramada para obedecer principios matemáticos. Se clavaba en mi piel a través de los guantes raídos, pequeños puñales de orden contra el caos que yo representaba. Mis dedos dejaban rastros de calor en la piedra. No era mi calor. Era la Ceniza en mi sangre, esa fiebre perpetua que me marcaba como una de los condenados. Podía verla a veces, si entrecerraba los ojos: filamentos dorados bajo mi piel, como venas de luz que no debían existir. Los médicos del subsuelo la llamaban "contaminación residual". Los sacerdotes, "la marca del pecado antiguo". Yo la llamaba por lo que era: una cuenta regresiva.
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