Hombres de ceniza (romantasy-concurso)

Capítulo 1: El Eco de la Herida

Capítulo 1: El Eco de la Herida

Esto es lo que soy: un error que respira.

El aire en la enfermería del Rescoldo era espeso, cargado con el olor metálico de la sangre y el aroma terroso de la Ceniza que se usaba para cauterizar las heridas menores. Las paredes de la caverna, un santuario de roca viva, pulsaban con la suave bioluminiscencia de las lianas de umbraflora, cuyas hojas pálidas se nutrían de la magia latente en nuestra atmósfera. Era un lugar de sanación. Pero para el soldado tendido en la camilla de piedra, era el final.

Su nombre era Kael. Su pecho era un mapa destrozado por metralla de Polvo, un material inerte que rechazaba la Magia de Ceniza. Los sanadores, con sus túnicas rituales adornadas con filigranas de ceniza comprimida, se habían apartado. Su poder, capaz de tejer carne y hueso, era inútil contra aquel veneno tecnológico.

"No hay nada que hacer", sentenció la Matriarca Elara, su voz tan afilada como los cristales de cuarzo que adornaban su cuello. Sus ojos, pálidos como la Ceniza, se posaron en mí. No con esperanza. Con desdén. "A menos que la Aberración quiera profanar su alma antes de que parta".

La Aberración. Ese era mi verdadero nombre en la corte. Shiva Mae era solo un susurro reservado para los pocos que no me temían.

Ignoré a Elara y me arrodillé junto a Kael. Su respiración era un estertor agónico, y en sus ojos se arremolinaba el terror de un Eco de batalla que lo estaba ahogando desde dentro. Podía sentirlo, una vibración discordante en el flujo ordenado de la Ceniza.

"No lo toques, Shiva", me advirtió mi hermano, Caelan, poniendo una mano en mi hombro. "Su Eco está corrupto por el metal del Polvo. Es demasiado peligroso".

Pero la esposa de Kael estaba a mi lado, con el rostro bañado en lágrimas silenciosas. Suplicaba con la mirada. En un mundo donde la muerte era solo el inicio del Ciclo de Reutilización del Alma, un alma profanada era la única verdadera condenación.

Cerré los ojos y posé mis dedos sobre la frente sudorosa de Kael. "Solo voy a calmar su dolor", mentí.

El contacto fue como sumergir la mano en hielo y fuego. Mi magia no era como la de los demás. Yo no tejía. Yo no sanaba. Yo absorbía.

Inhalé, y el poder fluyó hacia mí. No fue un susurro, fue un grito. El Eco de la herida de Kael se vertió en mi ser. La enfermería se desvaneció. Por un instante, no vi las lianas bioluminiscentes, sino el destello cegador de un cielo que se quemaba. El olor a ozono y metal fundido llenó mis pulmones, y el grito de una mujer desconocida resonó en mis oídos, un espectro de sonido superpuesto al silencio de la caverna. Una oleada de amor perdido me golpeó con la fuerza de un ariete, el dolor de una despedida en una plataforma de evacuación de la Era Antigua. El Eco no era de Kael, sino de un alma ancestral atrapada en el metal del Polvo, un recuerdo de la traición original.

Apreté los dientes hasta que mis mandíbulas crujieron, anclándome a la realidad. Kael suspiró, su cuerpo finalmente en paz. El Eco corrupto se había ido. Lo había tomado para mí.

Me puse en pie, temblando, con el sudor frío perlado en mi frente. La Matriarca Elara me miraba con horror y fascinación. "Has consumido su espíritu. Eres un buitre de almas".

"He salvado su alma de la corrupción", repliqué, mi voz más firme de lo que me sentía. "Ahora puede unirse al Ciclo".

Antes de que pudiera seguir la discusión, un guardia de la corte entró a toda prisa. "Matriarca. Shiva Mae. El Consejo de Guerra os convoca. Han localizado la fuente de las armas. Una Máquina de Limpieza".

Elara me lanzó una última mirada cargada de veneno antes de girarse para seguir al guardia.

Mientras salíamos de la enfermería, Caelan apretó mi brazo, su calor un ancla bienvenida en medio del frío que el Eco había dejado en mis venas. "Shiva, no tenías que hacer eso", susurró, su voz una mezcla de reproche y preocupación. "Absorber un Eco corrupto... podrías haberte perdido".

"Estoy aquí, ¿no?", respondí, más áspera de lo que pretendía. El recuerdo ajeno de un sol perdido todavía quemaba tras mis ojos. "Alguien tenía que hacerlo".

"El Consejo no lo verá así", replicó, guiándome por los pasillos cavernosos. "Te enviarán a la misión más peligrosa que encuentren. Para ellos, eres un arma que no les importa perder".

"Quizás eso es todo lo que soy", musité, y el silencio que siguió fue más pesado que los mil metros de Ceniza sobre nuestras cabezas.

El campamento de los Hombres de Polvo era una blasfemia geométrica tallada en nuestro mundo orgánico. Visto desde la cornisa de una caverna superior, era un círculo perfecto de luz blanca y acero, una herida de orden antinatural en la penumbra mágica del Rescoldo. En su centro se alzaba la Máquina de Limpieza, una torre metálica que vibraba con una energía que hacía que la Ceniza a su alrededor se volviera inerte y muerta. Mi misión era simple: sabotearla.

Mientras mis compañeros preparaban los explosivos alquímicos, mis ojos se vieron atraídos por una figura solitaria de pie en una plataforma de observación. Era él. Umberto Sagan. El Príncipe del Polvo.

Una Sombra Viva, una oscuridad líquida y controlada, se arremolinaba a su alrededor como una capa, absorbiendo la luz bioluminiscente y creando un vacío a su alrededor. Era la perfección tecnológica encarnada, una silueta de poder frío y eficiente. Debería haber sentido solo odio. Rabia. Miedo.

Pero noté un detalle discordante. Por un instante, la sombra vaciló, como si respondiera a una emoción parásita. Su mano, enfundada en un guante tecnológico, se crispó en un puño, un gesto casi imperceptible de tensión que rompía su fachada de control absoluto. Era como si él también estuviera luchando contra algo dentro de sí mismo.

Y entonces, algo se activó en mi sangre. Un zumbido profundo, un Eco ancestral que no provenía de una herida, sino de la propia Fusión Álmica que nos había creado. Los Ecos son fragmentos de almas individuales, pero la Fusión fue diferente: la unión forzada de miles de almas en los crisoles de los búnkeres, un evento que reescribió nuestro propio tejido existencial. Y ahora, al ver a este Hombre de Polvo, sentí como si una parte de esa fusión original lo reconociera, como si su linaje y el mío hubieran sido dos ingredientes separados en la misma poción catastrófica.




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