3.1 - La Advertencia de Piedra
Los túneles exteriores no eran un lugar. Eran una advertencia tallada en roca y silencio.
Habíamos dejado atrás la Puerta Oeste hace dos horas, aunque el tiempo aquí se sentía diferente. Más denso. Como si cada minuto pesara más que el anterior, acumulándose en los hombros hasta que caminar se volvía un esfuerzo consciente. El equipo se movía en formación cerrada: Jax adelante, sus ojos escaneando cada sombra con la paranoia funcional de quien ha sobrevivido demasiadas emboscadas; Roric y Elia en el centro, consultando sensores que parpadeaban con lecturas erráticas; Caelan y yo cerrando la marcha, su presencia a mi derecha como un recordatorio constante de que no estaba sola en esto.
Pero me sentía sola de todas formas.
El aire era más fino, sí, pero no por la altitud. Estábamos descendiendo, adentrándose en las entrañas de la montaña donde la presión debería aumentar, donde cada respiración debería sentirse más densa. En cambio, era como respirar vacío. Como si el oxígeno mismo hubiera sido drenado, reemplazado por algo que mantenía los pulmones funcionando pero que no nutría realmente.
Era por la ausencia de vida. La ausencia total y completa.
En el Rescoldo, incluso en los túneles más profundos, había algo. Líquenes bioluminiscentes creciendo en grietas. Hongos microscópicos formando patrones fractales en la piedra húmeda. Insectos ciegos que habían evolucionado para alimentarse de minerales. Vida encontraba formas, siempre. Era terca de esa manera.
Aquí no había nada. Solo roca. Solo vacío. Solo el eco de lo que alguna vez había existido.
La Ceniza no era un manto protector aquí. Era un sudario que se adhería a la piel con la insistencia de un recuerdo no resuelto. Podía sentirla asentándose en mi cabello, en los pliegues de mi ropa, en la comisura de mis labios cuando respiraba por la boca. Sabía a metal y a algo más antiguo. A tiempo. A olvido. A la promesa de que todo eventualmente se convertiría en polvo.
Cada paso que dábamos resonaba con un eco que no pertenecía al presente. No era solo el sonido de nuestras botas contra la piedra. Era más. Capas de sonido superpuestas, como si miles de pies hubieran caminado este mismo camino antes que nosotros y sus pasos nunca hubieran terminado de resonar.
Porque así había sido. Miles de mineros habían excavado estos túneles durante la Gran Expansión, cuando todavía creíamos que la respuesta a nuestra supervivencia era cavar más profundo, encontrar más recursos, expandir nuestro territorio subterráneo hasta que fuéramos intocables. Miles de hombres y mujeres habían muerto aquí, aplastados por derrumbes, perdidos en laberintos de su propia creación, ahogados en bolsas de gas tóxico que no anticiparon.
Habían muerto excavando su propia tumba. Y ahora nosotros caminábamos sobre sus huesos.
Mi poder, siempre un zumbido bajo mi piel —como electricidad de bajo voltaje corriendo por mis venas, como un motor en ralentí esperando ser acelerado— estaba en alerta máxima. No por elección. Por necesidad. El ambiente mismo lo provocaba, lo agitaba como agua en un recipiente sacudido.
No solo sentía los Ecos de los muertos. Eso era normal, casi mundano a estas alturas. Los susurros constantes de aquellos que había absorbido, las voces superpuestas en mi mente formando un coro discordante de experiencias ajenas.
Esto era diferente. Más profundo.
Sentía el hambre de la roca misma.
No era metáfora. No era mi imaginación hiperactiva interpretando sensaciones ordinarias como algo místico. Era literal. La piedra alrededor nuestro estaba hambrienta. Había absorbido tanta muerte, tanta agonía, tanto miedo concentrado, que había desarrollado algo parecido a la consciencia. O al menos, al deseo.
Quería más. Quería llenar sus grietas con más sangre, más huesos, más historias interrumpidas.
Y peor aún, sentía la tensión geológica. Las fallas en la roca no eran simplemente características físicas, puntos de debilidad estructural que un ingeniero podría calcular y predecir. Eran gritos. Lamentos de dolor acumulado durante siglos de presión constante, de peso aplastante, de fuerzas tectónicas que empujaban y tiraban hasta que algo tenía que ceder.
La montaña estaba sufriendo. Y eventualmente, ese sufrimiento encontraría liberación en forma de colapso violento.
3.2 - El Conflicto del Camino
—Deberíamos tomar el túnel inferior —dijo Roric, el líder del escuadrón, consultando su mapa con una confianza que me pareció infantil. Peligrosamente infantil.
Habíamos llegado a una bifurcación. Dos túneles se ramificaban desde el corredor principal: uno descendía en un ángulo pronunciado, sus paredes suaves y pulidas por algún antiguo flujo de agua; el otro subía ligeramente, más estrecho, con superficies irregulares que sugerían excavación apresurada.
El dedo enguantado de Roric trazaba una línea en el mapa holográfico proyectado desde su dispositivo de muñeca. "Según las especificaciones de la antigua red de minería, el túnel inferior es más directo. Nos ahorra casi dos horas de viaje. Y el tiempo es crucial".
Tenía razón sobre el tiempo. Teníamos un margen de doce horas para llegar al perímetro del complejo del Polvo, evaluar defensas, infiltrarnos y colocar las cargas. Cada minuto importaba.
Pero algo en ese túnel inferior estaba mal.
—No —dije, deteniéndome tan abruptamente que Caelan casi choca conmigo. Todos se giraron, sorpresa y diversos grados de irritación pintados en sus rostros.
Incluso Caelan, cuya presencia era un ancla en medio del caos —familiar, sólida, el único punto fijo en un universo que constantemente cambiaba bajo mis pies— frunció el ceño. No con desaprobación, sino con preocupación.
"¿Shiva?" Su voz era baja, privada a pesar de que todos podían escuchar. "¿Qué pasa?"
—El suelo es inestable —dije, mirando fijamente la boca del túnel inferior. Desde aquí no podía ver más allá de los primeros diez metros. La oscuridad lo tragaba todo, incluso la luz de nuestras lámparas portátiles parecía renuente a penetrar demasiado profundo.
#5432 en Novela romántica
#1577 en Fantasía
enemigos a amantes, romantasy, ciencia ficción post-apocalíptica
Editado: 26.10.2025