Hombres de ceniza (romantasy-concurso)

CAPÍTULO 0: El Juramento del Hermano (Punto de Vista: Caelan)

El juramento que le hice a nuestros padres me pesaba más que cualquier armadura.

Protegerla.

Lo repetía como un mantra, como si las palabras pudieran forjar una muralla alrededor de algo que ya estaba roto desde dentro. Como si la repetición constante pudiera convertir mi promesa en algo sólido, tangible, capaz de detener lo inevitable. Cinco años han pasado desde ese día, y el mantra se ha vuelto parte de mi respiración. Inhalo: protegerla. Exhalo: mantenerla a salvo. Como si mi propio cuerpo fuera un conjuro viviente contra el destino que vi escrito en los ojos moribundos de nuestro padre.

Nuestro padre lo susurró con su último aliento, sus dedos manchados de sangre oscura —negra como la Ceniza misma, espesa como aceite quemado— cerrándose sobre mi muñeca con una fuerza que desafiaba a la muerte. Una fuerza que no debería haber poseído alguien con los pulmones convertidos en piedra porosa, con las venas brillando bajo la piel como circuitos defectuosos. Madre ya se había ido para entonces, apenas tres días antes, consumida por la misma Plaga Gris que ahora devoraba a mi padre desde adentro.

La Plaga Gris. El precio que algunos pagamos por respirar demasiado profundo en el Rescoldo. Por excavar demasiado cerca de las Vetas Malditas, esos ríos subterráneos de energía corrupta que alimentan nuestra magia pero cobran tributo en carne. Los sanadores dicen que comienza en los pulmones —una tos seca, casi imperceptible— y luego se expande como raíces invisibles buscando agua. Primero los pulmones se endurecen. Luego el corazón olvida su ritmo. Finalmente, el alma misma se cristaliza, atrapada en un cuerpo que ya no puede sostenerla.

No hay cura. Solo hay espera.

Los ojos de mi padre, antes brillantes como obsidiana pulida, se habían vuelto lechosos, distantes, como si ya estuviera mirando algo más allá del velo que separa a los vivos de los Ecos. Pero en ese último momento de lucidez —ese segundo robado a la muerte cuando la claridad regresa como una llama final antes de extinguirse—, su mirada encontró la mía con una intensidad que aún me persigue en sueños.

"Prométemelo", había dicho, cada palabra un esfuerzo titánico contra el colapso de sus pulmones. Su voz sonaba como piedras arrastradas por un río seco. "Ella es especial, Caelan. ¿Me escuchas? Especial".

Una pausa. Un temblor recorrió su cuerpo, y por un momento pensé que lo había perdido. Pero sus dedos se clavaron más profundo en mi muñeca, como si pudiera anclar su alma a este mundo a través del dolor que me causaba.

"Peligrosa", continuó, y en esa palabra escuché algo que nunca antes había oído en la voz de mi padre: miedo. No por él —los moribundos ya no temen por sí mismos—, sino por lo que dejaba atrás. "Pero es tuya. Tu hermana. Tu sangre". Otra pausa, más larga. Su respiración sonaba como arena cayendo en un reloj que nadie puede detener. "Tu responsabilidad".

Y luego, con los últimos restos de aire que le quedaban: "Tu condena, si fracasas".

Tu condena.

No dijo tu fracaso o tu pena. Dijo condena. Como si ya supiera que proteger a Shiva no sería solo una tarea difícil, sino una sentencia. Como si hubiera visto, en esos Ecos que todos los moribundos dicen escuchar, exactamente lo que me esperaba.

Yo tenía catorce años. Shiva, once.

Ninguno de los dos debería haber escuchado esas palabras. Ninguno de los dos debería haber visto cómo la vida se apagaba en los ojos de nuestro padre como una lámpara sin aceite, ese momento horrible en que la persona que conoces desaparece y solo queda carne. Ninguno de los dos debería haber tenido que quemar los cuerpos de nuestros padres en las Piras del Olvido, viendo cómo la Ceniza reclamaba incluso sus huesos, convirtiéndolos en polvo que se mezcló con el polvo de miles de desconocidos.

Pero lo hicimos.

Y el peso de esa promesa se convirtió en la columna vertebral de mi existencia.

Ahora tengo diecinueve años, y Shiva dieciséis. Cinco años desde el juramento. Cinco años en los que he sentido el peso de esas palabras —tu condena— haciéndose más pesado con cada día que pasa.

Porque mi padre tenía razón. Shiva es especial.

Y peligrosa.

Y absolutamente imposible de proteger.

No por falta de intento por mi parte. Los dioses saben —o lo que quede de ellos en este mundo sin cielo— que he dedicado cada momento de vigilia a cumplir ese maldito juramento. He peleado por ella. He mentido por ella. He robado, suplicado, y vendido partes de mí mismo que nunca recuperaré solo para mantenerla con vida un día más, una semana más, un mes más.

Pero Shiva no quiere ser protegida. Nunca lo ha querido.

Desde que era niña, ha tenido esa mirada. Esa forma de observar el mundo como si pudiera ver a través de él, como si las capas de realidad fueran transparentes para ella y solo ella. Nuestros padres lo notaron. Yo lo noté. Todos en la Colmena lo notaron, aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta.

Los Ecos hablan a través de ella de una manera que no es normal. No son solo susurros distantes o visiones fragmentadas como las que todos experimentamos. Son conversaciones. Son presencias. A veces la he encontrado en su habitación, hablando con alguien que no está ahí, respondiendo preguntas que nadie hizo. Y cuando le pregunto con quién habla, me mira con esos ojos que heredó de nuestra madre —grises como la Ceniza, pero con vetas de plata que brillan en la oscuridad— y dice: "Con los que todavía no se han ido del todo".

Los Videntes del Consejo la han examinado tres veces. Tres veces he tenido que llevarla ante esos ancianos arrugados con sus túnicas decoradas con símbolos que ya nadie comprende completamente, esos custodios de tradiciones medio olvidadas que se creen capaces de leer el destino en las cicatrices del alma.

Tres veces me han dicho lo mismo: "Tu hermana lleva una marca. Un vínculo con algo más allá de los Ecos ordinarios. Podría ser una bendición para nuestra gente... o su perdición. Observa. Reporta. Y si se vuelve demasiado inestable..."




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