3.B.1 - El Pulso de la Vida Subterránea
El Rescoldo nunca dormía. Era una verdad que todos conocíamos pero que rara vez articulábamos, como si ponerla en palabras la hiciera más pesada, más opresiva. Mientras el Consejo debatía estrategias en las Cámaras de Eco —esas salas elevadas donde los poderosos decidían quién vivía y quién moría con la frialdad de contadores moviendo números en columnas— aquí abajo, en los Mercados de la Raíz, la vida latía con un ritmo más honesto.
Era el pulso real de nuestro pueblo, no las proclamaciones grandilocuentes de los Ancianos ni las órdenes tácticas de los Generales. Era el murmullo del agua filtrada goteando en cisternas de piedra, cada gota marcando el tiempo como un reloj líquido. Era el crujido del pan de hongos recién horneado en los hornos comunales, ese sonido satisfactorio cuando la corteza se rompía revelando el interior esponjoso que alimentaba nuestros cuerpos hambrientos. Era el zumbido suave de las lámparas-sombra que colgaban de cadenas oxidadas, imitando un día que nadie vivo había visto realmente.
Yo había nacido aquí, en las profundidades. Veintiocho años bajo roca, respirando aire reciclado, bebiendo agua filtrada a través de kilómetros de piedra porosa. El cielo era un concepto abstracto, algo que los ancianos describían con nostalgia trémula y que los niños imaginaban en sus juegos. "Azul", decían. "Infinito". Palabras sin referente real, como describir el color a un ciego de nacimiento.
Caminé entre los puestos, mi bolsa de sanador golpeando suavemente contra mi cadera con cada paso. Era de cuero curtido de algún animal subterráneo que nadie podía nombrar con certeza, decorada con símbolos de curación que mi maestro había bordado antes de morir de la Plaga Gris. Contenía mi oficio: vendajes tejidos con fibras de hongos medicinales, tinturas extraídas de líquenes raros, agujas de hueso para suturar, y lo más preciado, tres frascos de extracto de Ceniza purificada que podía cerrar heridas menores si se aplicaba correctamente.
Era sanador. No como Shiva Mae, cuyo don la convertía en algo más grande y terrible. Yo era ordinario. Aprendido. Humano. Usaba conocimiento acumulado durante generaciones, no poder místico arrancado de los muertos. Y había días en que envidiaba su eficiencia. Días en que veía pacientes morir lentamente de infecciones que ella podría haber curado con un toque. Días en que me sentía inútil.
Y días en que agradecía mi normalidad. Porque el precio que ella pagaba por su efectividad era uno que yo nunca querría cargar.
3.B.2 - Los Tejedores y los Cantores
Pasé junto a los tejedores de ceniza, artesanos que trabajaban con el material que definía nuestra existencia. Sus martillos marcaban el tiempo con una cadencia ancestral —tink-tink-tink, pausa, tink-tink-tink— golpeando Ceniza cristalizada hasta darle forma. Hacían herramientas, joyería ceremonial, componentes para dispositivos que amplificaban los dones naturales de aquellos lo suficientemente afortunados —o malditos— para tenerlos.
El maestro tejedor, un hombre llamado Torik cuyas manos estaban permanentemente teñidas de gris plateado por décadas de trabajo, me saludó con un gesto de cabeza. "Lyren. ¿Cómo está la cosecha de hongos medicinales este ciclo?"
"Escasa", admití, deteniéndome brevemente. "La humedad en la Caverna de Cultivo está bajando. Si no encontramos forma de redirigir más flujo de agua, perderemos un tercio de la producción".
Torik gruñó, un sonido de comprensión empática. "Todo está escaseando. El Polvo avanza. La Máquina de Limpieza consume nuestros territorios exteriores más rápido de lo que podemos fortificar los interiores. Pronto estaremos todos apiñados aquí, en el corazón del Rescoldo, sin espacio para cultivar nada".
"Entonces esperemos que la misión tenga éxito", dije, aunque mi tono sugería que tenía tantas dudas como él.
"¿La misión?" Torik escupió a un lado, un gesto de disgusto. "Enviar a esa chica... es como arrojar Ceniza bendita a un fuego corrupto. Desperdicio. Aunque supongo..." vaciló, sus ojos moviéndose hacia los lados como verificando que nadie más escuchara, "supongo que si alguien puede sobrevivir allá afuera, es alguien que ya está medio muerta por dentro".
No respondí. No había nada que decir que no revelara mis propias opiniones complicadas sobre Shiva Mae.
Continué caminando, más allá de los puestos de comida donde vendedores pregonaban sus mercancías con entusiasmo forzado. "¡Pan de hongos, fresco del horno!" "¡Pescado ciego del Lago Profundo, capturado esta mañana!" "¡Cerveza de raíz, dos ciclos de fermentación, la mejor de la temporada!"
Y más allá, desde la Gruta de los Ecos —una cámara natural con acústica perfecta que habíamos convertido en escuela y templo— escuché el canto de los niños aprendiendo las lecciones fundamentales de supervivencia.
Sus voces se elevaban en armonía imperfecta, guiadas por la Maestra Veil, una mujer que había sido sanadora antes que yo, que había visto demasiado y ahora enseñaba para no tener que curar:
"Eco de luz, Eco de risa, Estos son seguros, no traen desgracia. Eco de miedo, Eco de ira, Estos corrompen, traen muerte y mentira. Eco de amor, Eco de hogar, Estos nos guían, nos hacen llorar. Eco de hambre, Eco de Polvo, Estos destruyen, nos hacen injustos".
Era la Canción de Distinción, enseñada a cada niño desde que podían hablar. Porque en un mundo saturado de Ecos —recuerdos residuales de emociones intensas que se adherían a lugares y objetos— saber distinguir entre lo benigno y lo corrupto podía salvar tu vida.
O al menos, eso era la teoría. En práctica, los Ecos corruptos eran como veneno: a menudo indistinguibles del agua pura hasta que era demasiado tarde.
3.B.3 - El Cambio en el Aire
Pero algo había cambiado en el Rescoldo desde que la misión había partido. Una tensión que no era nueva pero que se había intensificado, como una cuerda de instrumento que ha sido afinada demasiado y amenaza con romperse al siguiente ajuste.
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Editado: 26.10.2025