6.B.1: El Despertar de las Profundidades
Muy por debajo de los túneles transitados por la Ceniza y las máquinas del Polvo, el mundo respiraba con una lentitud geológica.
Aquí, a kilómetros bajo la superficie donde ningún humano —ni de Ceniza ni de Tierra— había puesto pie en generaciones, el tiempo se movía de manera diferente. No fluía. Se acumulaba. Como sedimento depositándose grano por grano en el lecho de un océano que dejó de existir hace millones de años.
Aquí, donde la presión del mundo superior comprimía la roca hasta convertirla casi en cristal, donde el calor residual del núcleo de la Tierra creaba bolsas de aire supercomprimido que sisseaban con voces que no eran voces, la realidad misma funcionaba según reglas más antiguas que la vida.
La roca cantaba con la voz de las edades. No con sonido —el sonido requiere aire, y en estos abismos el aire era tan denso que casi era líquido— sino con vibraciones que recorrían la estructura cristalina de la piedra misma. Era una canción de deriva continental. De placas tectónicas frotándose una contra otra en un abrazo que duraría eones. De montañas naciendo y muriendo en ciclos que hacían que la existencia humana pareciera un parpadeo.
Los ecos aquí no eran de almas humanas, con sus pequeños miedos y esperanzas efímeras. Eran de continentes desplazándose. De océanos evaporados cuyas sales ahora formaban catedrales de cristal en cavernas que ningún ojo vería jamás. De impactos de meteoritos que habían remodelado la superficie del planeta cuando todavía no había nada vivo para presenciarlos.
El tiempo no se medía en ciclos de sueño y vigilia, o en el paso de las estaciones que ya no existían sobre la Ceniza. Se medía en la erosión de un solo grano de arena. En el crecimiento de un cristal, átomo por átomo, a lo largo de milenios.
Y ahora, por primera vez en esos milenios, algo nuevo vibraba en las profundidades.
Un pulso.
Un latido.
Una perturbación en la canción eterna de la piedra.
6.B.2: Los Tejedores Sienten la Discordancia
En la oscuridad total —una oscuridad tan completa que era casi sólida, que presionaba contra los ojos inexistentes con peso físico— los Tejedores de Silicio sintieron la vibración en sus redes de cuarzo.
Eran arañas. O lo habían sido, hace tantas generaciones que el concepto de "araña" ya no aplicaba realmente. La radiación, la presión, la magia corrupta que se filtraba de las grietas más profundas del mundo... todo eso las había transformado en algo nuevo. Algo que la vieja biología no podría clasificar.
Eran pálidas como la muerte. Completamente blancas, casi translúcidas, sus órganos internos visibles como sombras a través de su exoesqueleto delgado como papel. Ciegas. Sus ojos, generaciones atrás, se habían atrofiado y cerrado, sellados bajo capas de quitina porque en esta oscuridad absoluta, la vista era menos que inútil. Era una vulnerabilidad.
En su lugar, habían desarrollado algo más refinado. Más preciso.
Sus telas no eran de seda proteínica ordinaria. Eran de cuarzo líquido, secretado de glándulas especializadas y solidificado en filamentos más finos que un cabello humano pero más fuertes que el acero. Estas redes se extendían por kilómetros a través de las cavernas, conectando colonia con colonia, creando una red sensorial que podía detectar la más mínima vibración a través de la roca sólida.
Eran el sistema nervioso de las profundidades. Los primeros en saber cuando algo cambiaba.
Y ahora, sus telas temblaban.
No con el patrón familiar de presa capturada —los Nadadores de Roca ocasionales que se aventuraban demasiado cerca, los fragmentos de cristal desprendiéndose de techos de cavernas—. No con el ritmo constante y reconfortante del mundo moviéndose a su paso glacial.
Temblaban con una frecuencia que no reconocían.
Era aguda. Penetrante. Como una nota musical tocada en un instrumento que no debería existir. Y venía de arriba. Del mundo superior donde los humanos-de-ceniza y los humanos-de-metal jugaban sus juegos de supervivencia y conquista.
Las arañas se agitaron. Sus patas, largas como ramas de árbol marchito, golpearon contra la piedra en patrones de alarma. Los clics resonaron a través de las cavernas, comunicando peligro de colonia en colonia.
Algo había cambiado en la canción del mundo.
Y el cambio, en las profundidades donde el cambio tarda milenios, era la cosa más aterradora que existía.
6.B.3: La Luz que No Debería Existir
Cerca de las redes temblantes de los Tejedores, los Nadadores de Roca sintieron la anomalía y detuvieron su lento viaje a través de la piedra sólida.
Eran criaturas imposibles. Gusanos del tamaño de un brazo humano, tal vez más grandes, tal vez más pequeños. En las profundidades donde no hay puntos de referencia, el tamaño pierde significado. Sus cuerpos eran segmentados, cubiertos con una sustancia viscosa que diluía la roca cristalina a nivel molecular, permitiéndoles "nadar" a través de lo que para cualquier otra criatura era un muro impenetrable.
Pero lo más notable era su luz.
Cada segmento de su cuerpo contenía órganos bioluminiscentes —vestigios evolutivos de cuando sus ancestros habitaban océanos donde la luz del sol todavía alcanzaba—. Brillaban con un azul frío y constante, la única iluminación en estos abismos. Una luz que no calentaba, que existía sin propósito aparente excepto ser.
Los científicos de la superficie —si alguno supiera que estas criaturas existían— habrían especulado sobre funciones de apareamiento o comunicación. Habrían estado equivocados.
La luz era un reloj. Un cronómetro geológico. Pulsaba con una frecuencia tan precisa que podía usarse para medir el paso del tiempo en estos lugares donde el tiempo apenas existía. Una pulsación cada 3.7 segundos, constante como el decaimiento radioactivo, inmutable como las leyes de la física.
Hasta ahora.
#1882 en Novela romántica
#385 en Fantasía
enemigos a amantes, romantasy, ciencia ficción post-apocalíptica
Editado: 12.11.2025