La voz de mi padre era un fantasma en el circuito de mi memoria. Un Sagan no siente, analiza. Pero el análisis había fallado. Había analizado a Shiva Mae, había descompuesto su firma energética en miles de variables, y el resultado era... un vacío en mi pecho que solo la imagen de ella podía llenar. La lógica se había convertido en su propia antítesis, un bucle infinito que siempre terminaba en su rostro.
El eco de mi mensaje desesperado, lanzado al abismo del vínculo, todavía vibraba en mi ser. Y con él, otro eco, uno mucho más antiguo.
Tenía catorce años. La simulación final de "Purificación". El objetivo: eliminar un asentamiento de humanos "contaminados" por la Ceniza, refugiados que habían desarrollado una tolerancia biológica y, por tanto, eran considerados una amenaza para la pureza genética del Polvo. Los datos dictaban que eran un riesgo inaceptable.
A través del visor de mi drone de ataque, vi a una niña. Tendría mi edad. No huía. No gritaba. Simplemente se quedó allí, mirándome con una curiosidad tranquila. Levantó una mano, y de la palma brotó una pequeña flor de Ceniza, su luz tenue y desafiante. Por 1.7 segundos, congelé el disparo. Dudé.
Mi padre, furioso, me confrontó después. Valerius, entonces un joven y prometedor teniente, había estado en la misión, listo para ejecutar la purga. En un acto de desobediencia que me marcó para siempre, usé mi autoridad como Príncipe para anular la orden de mi padre, desviando el disparo y ordenando una cuarentena en lugar de un exterminio. Salvé a la niña y a su gente.
El castigo de mi padre no fueron gritos, sino una decepción gélida que me heló más que cualquier castigo físico. "Esos 1.7 segundos de sentimentalismo costarán vidas en el futuro, Umberto. Has elegido ser un hombre débil sobre un líder fuerte". Pero recuerdo la mirada de Valerius ese día. No fue de desdén. Fue de una nueva y silenciosa curiosidad. Una lealtad que se transfería del ideal al hombre.
De vuelta en el presente, en la soledad de mi nave, miré la herida vendada en mi brazo. La compasión en los ojos de Shiva mientras me curaba no había sido debilidad. Había sido... eficiencia. Un algoritmo superior de supervivencia que mi padre nunca pudo comprender.
Mi padre me enseñó que la compasión era un virus, pensé, la verdad cristalizándose en mi mente. Pero al encontrar a Shiva, he descubierto que no es un virus... es el sistema operativo alternativo para el que fui diseñado.
Abrí un compartimento oculto en mi armadura, uno que ni siquiera mi padre conocía. No guardaba un arma de último recurso, sino el único recuerdo que conservaba de mi madre biológica, una científica del Protocolo Quimera: un fragmento de su diario de laboratorio. En él, una sola frase, subrayada con una tinta que había sobrevivido milenios.
"La verdadera evolución no es el control, sino la integración."
Guardé el fragmento sobre mi corazón, el metal frío contra mi piel. Miré hacia el puente de mando, donde Valerius, mi soldado más leal, ejecutaría mis órdenes sin dudar. Y por primera vez, no vi la perfección de una máquina de guerra bien engrasada. Vi una prisión.
No había vuelta atrás. Había elegido integrarme, no controlar.
Y eso significaba ir hacia ella, aunque el deber, mi padre y todo mi mundo se interpusieran en el camino.
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Editado: 26.10.2025