Hombres de ceniza (romantasy-concurso)

0.3: Aparición del Eco y crisis interna

Entonces, lo vi. Un viejo escudo de práctica, abollado y descartado en una esquina del campo, emitió un débil parpadeo de luz fantasmal. Un Eco de batalla, agitado por el poder latente de Shiva como polvo levantado por el viento. No era un recuerdo completo, solo un fragmento: el pánico de un guerrero en su último momento, el sabor metálico del miedo, el conocimiento certero de que la muerte había llegado.
El Eco gravitaba hacia ella. Siempre lo hacían. Como polillas atraídas por una llama que las consumiría.
Mi mano se cerró instintivamente sobre la empuñadura de mi cuchillo. Fue un reflejo. Una contracción muscular ante una amenaza que no era física, sino existencial. Durante un segundo terrible, no supe si estaba preparándome para defender a Shiva del Eco… o para detenerla a ella de absorberlo. De alimentarse. De perderse un poco más.
—Tranquilo, hermano —dijo ella, y su sarcasmo se había evaporado como agua en piedra caliente, dejando solo el rastro amargo del dolor—. La "aberración" está bajo control. Por ahora.
Ese apodo. Aberración. Así la llamaban en los informes oficiales. Ni siquiera tenían una clasificación adecuada para lo que Shiva era. Necromante estaba más cerca, pero no era exacto. Los necromantes manejaban cadáveres, carne muerta. Shiva manejaba algo más esencial: la última exhalación del alma antes de disolverse, el momento exacto donde la consciencia se encontraba con el vacío y dejaba una cicatriz en el tejido de la realidad.
Ella podía ver esas cicatrices. Tocarlas. Devorarlas. Y cada vez que lo hacía, algo de ese último momento se quedaba con ella. Una colección creciente de agonías ajenas que habitaban detrás de sus ojos.
Solté el cuchillo. El sonido del metal golpeando la piedra de afilar resonó en el silencio como una campana funeraria. La culpa fue un nudo en mi garganta, más fuerte que cualquier herida física que hubiera recibido en combate.
—No es eso, Shiva —dije, girándome por fin para mirarla. Para realmente verla—. Es que… cada vez que usas tu don, una parte de ti se va. Te vuelves más fría. Más lejana. A veces te miro… y no reconozco tus ojos.
Era verdad. Había algo en su mirada ahora que no existía antes. Una profundidad antinatural, como pozos gemelos que descendían más allá de lo que cualquier persona debería contener. Cuando era niña, sus ojos brillaban con curiosidad traviesa, con la alegría simple de una hermana menor que adoraba seguir a su hermano a todas partes. Ahora… ahora había océanos de experiencias robadas en esas pupilas. Miles de vidas que no eran suyas, que nunca debieron ser de nadie excepto de aquellos que las vivieron y las perdieron.
La tenue luz de las lámparas-sombra dibujaba contornos en su rostro. Un rostro que conocía mejor que el mío propio, que había visto crecer desde la redondez infantil hasta los ángulos afilados de la juventud. Un rostro que a veces, en momentos como este, se sentía como el de una extraña. Una extraña que llevaba el mismo apellido, la misma sangre corriendo por venas que quizás ya no eran completamente humanas… y una maldición que yo no podía nombrar porque hacerlo la volvería demasiado real.
Su cabello, negro como el mío pero más largo, caía en ondas desprolijas que ella nunca se molestaba en peinar correctamente. Siempre había sido así, incluso de niña: práctica hasta el punto de la negligencia personal. Pero ahora había mechones de un gris prematuro cerca de las sienes. Tenía diecisiete años. Nadie de diecisiete años debería tener canas. Nadie de diecisiete años debería tener esa expresión en el rostro: cansancio existencial, el peso de demasiadas muertes presenciadas desde adentro.




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