Hombres de ceniza (romantasy-concurso)

0.4: Promesa de protección y admisión fatal

—Escúchame —dije, mi tono suavizándose, aunque cada palabra me costara como un corte en carne viva—. Mañana, en esa misión, quédate detrás de mí. Deja que yo reciba los golpes. Tu poder es nuestro último recurso, no la primera línea. ¿Entendido?
Era una súplica disfrazada de orden. Ambos lo sabíamos. Yo no tenía autoridad real sobre ella en el campo de batalla. Éramos del mismo rango, técnicamente. Pero el peso de nuestra historia, de ese juramento hecho sobre el cuerpo aún tibio de nuestro padre, me daba un tipo diferente de poder. El poder del amor. El poder de la culpa. El poder de ser el último ancla que la conectaba con su humanidad.
—Necesito que me prometas algo —continué, las palabras saliendo antes de que pudiera detenerlas—. Si alguna vez… si alguna vez sientes que no puedes detenerte. Si sientes que el hambre es demasiado. Quiero que me lo digas. Quiero ser yo quien… —mi voz se quebró. Tragué saliva, forcé las palabras—. Quiero ser yo quien te detenga. Nadie más. Yo.
Ella asintió lentamente. Pero en sus ojos vi una tristeza que yo no podía alcanzar, no importaba cuánto extendiera la mano. Una comprensión de su propia naturaleza que me era completamente ajena. La comprensión de un monstruo que reconoce su monstruosidad pero es impotente para cambiarla.
—Entendido, hermano mayor —dijo, su voz apenas un susurro que sin embargo llenaba todo el espacio entre nosotros—. Pero ambos sabemos cómo terminará esto. Algún día, el hambre ganará. Y cuando eso pase… cuando ya no sea yo quien te mire desde estos ojos… necesito que hagas lo que papá te pidió. No solo protegerme. Proteger de mí.
El aire se volvió hielo en mis pulmones. Ella estaba pidiéndome que la matara. Mi hermana menor, la niña que solía treparse a mi espalda pidiendo que la llevara a explorar los túneles prohibidos. La adolescente que lloraba en silencio después de las pesadillas, aferrándose a mi camisa como si yo fuera el único punto sólido en un universo líquido. La joven mujer que ahora me miraba con una serenidad terrible, completamente consciente de su destino y pidiéndome que fuera su verdugo.
—No —dije, mi voz ronca—. No llegaremos a eso. Encontraremos una forma. Hay que haber…
—No la hay —me interrumpió con una gentileza devastadora—. Lo sabes. Yo lo sé. Los médicos lo saben. Cada Eco que absorbo me acerca más. Es exponencial, no lineal. Y mañana… mañana habrá tantos muertos. Tantos Ecos llamándome. Será como un banquete que no podré resistir.
Le puse una mano en el hombro. Un gesto de protección que se sentía a la vez como un consuelo… y como una jaula. Mis dedos se hundieron en la tela desgastada de su uniforme, buscando la solidez de hueso y músculo debajo, confirmando que ella era real, que todavía estaba aquí, que no la había perdido todavía.
Ella no se apartó. Pero tampoco se relajó bajo mi toque. Simplemente aceptó el contacto, como siempre lo hacía. Como si supiera que, tarde o temprano, todos la tocarían… y todos la soltarían. Porque el contacto prolongado con Shiva dolía de formas que no se podían explicar. Como colocar tu mano sobre algo que vibraba en una frecuencia equivocada, discordante con la realidad misma.
—Te prometo algo diferente —dije finalmente, las palabras saliendo desde un lugar de desesperación testaruda—. Prometo que mientras yo respire, tú no estarás sola en esto. Sea lo que sea que te pase, lo enfrentaremos juntos. Si te pierdes… iré a buscarte. Aunque tenga que descender a cualquier infierno donde tu mente decida extraviarse.
Por primera vez en semanas, algo cambió en su expresión. No exactamente una sonrisa, pero un suavizamiento. Un eco de la hermana que solía ser.
—Eres un idiota —dijo, pero había afecto en las palabras—. Un idiota noble y condenadamente obstinado.
—Aprendí del mejor —respondí, permitiéndome una pequeña sonrisa—. Papá era exactamente igual.
—Papá murió tratando de salvarnos —señaló ella—. A ambos. Y mira dónde terminó.
—Exactamente. Es una tradición familiar. Morir estúpidamente por las personas que amamos.
Ella soltó una risa corta, casi un ladrido. Era un sonido oxidado, como una puerta que no se abriera en años. Pero era una risa. La primera genuina que le escuchaba en semanas.




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