Caelan estaba a mi lado, su respiración controlada hasta el punto de lo inhumano. Mi hermano siempre había tenido ese don: la capacidad de convertirse en piedra cuando la situación lo requería. Yo era todo lo contrario. Incluso ahora, intentando ser invisible contra la roca, mi cuerpo traicionaba mi presencia. Pequeños temblores. El pulso demasiado rápido. El sudor que se congelaba en mi frente a pesar del frío. Era como si mi biología misma rechazara la quietud, como si estar viva significara estar constantemente en movimiento, constantemente huyendo de algo. Caelan levantó dos dedos. Detente. El gesto fue económico, casi aburrido. Pero vi la tensión en sus nudillos, el blanco de los huesos presionando contra la piel. Él también tenía miedo. Solo que su miedo era funcional, se canalizaba en vigilancia y precaución. El mío era salvaje, un animal enjaulado que arañaba las costillas desde adentro.
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