Hombres de ceniza (romantasy-concurso)

1.2: La Cicatriz del Campamento

Abajo, en el fondo del cañón muerto, estaba el campamento del Polvo.
No era un campamento. Era una cicatriz. Una herida abierta en el cuerpo del mundo.
Módulos hexagonales se extendían en patrones fractales, alineados con una precisión que ofendía algo primitivo en mi cerebro. Como si el mundo hubiera sido dibujado con regla y compás por un dios obsesivo-compulsivo. Cada estructura era idéntica, cada ángulo perfecto. No había variación. No había error. Era la arquitectura del control absoluto, del orden impuesto sobre el caos a punta de violencia sistemática.
Luces blancas —demasiado blancas, blancas como los huesos después de que las aves carroñeras han hecho su trabajo— barrían el perímetro. No iluminaban en el sentido tradicional. Escudriñaban. Diseccionaban. Cada haz era un bisturí cortando la oscuridad, buscando anomalías para extirpar. Incluso desde esta distancia, sentía su hambre. La necesidad mecánica de encontrar, clasificar, eliminar.
Drones patrullaban en círculos perfectos, sin un error, sin un titubeo. Esferas de metal pulido del tamaño de un cráneo humano, suspendidas por tecnología que nuestros ingenieros aún no podían replicar. Cada tanto, uno se detenía, sus sensores parpadeando en secuencias que parecían comunicación pero que sonaban como órdenes. Observar. Reportar. Destruir.
Nada crecía allí. Nada se movía por sí solo. Ni siquiera el viento parecía atreverse a entrar en ese perímetro. Era el tipo de silencio que viene después de la exterminación completa, cuando hasta las bacterias han sido esterilizadas fuera de existencia. El tipo de orden que solo puede nacer del desprecio absoluto por cualquier cosa que respire, que cambie, que viva.




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