Y en el centro de todo, zumbando como un diente infectado en una boca podrida, estaba la Máquina de Limpieza. Un coloso de metal que no solo me erizaba la piel: me vaciaba la cabeza. Su diseño desafiaba la descripción coherente. Era como si alguien hubiera intentado construir una catedral dedicada a la aniquilación, toda líneas verticales y superficies reflejantes que devolvían la luz en ángulos imposibles. Brazos articulados se extendían desde un núcleo central que palpitaba con una luminiscencia enfermiza, verde-azul, como el color de una infección vista bajo microscopio. Su propósito era simple, obsceno en su simplicidad: borrar la Ceniza. Borrarnos a nosotros. La máquina procesaba materia orgánica —cualquier cosa que llevara trazas de Ceniza en su estructura molecular— y la convertía en... nada. No en cenizas metafóricas. En ausencia literal. Había visto las filmaciones de reconocimiento. Un árbol tocado por sus apéndices simplemente dejaba de existir, como si nunca hubiera estado allí. Ni siquiera quedaba un contorno en el aire. Solo vacío. Éramos su objetivo. Cada hombre, mujer y niño en las colonias del subsuelo. Éramos la mancha que debía ser limpiada. Y lo peor —lo que me despertaba gritando en las noches, cubierta de sudor frío y Ceniza brillante— era que la máquina no odiaba. El odio requiere emoción. Esto era indiferencia industrializada. Éramos un problema de contaminación. Una ecuación a resolver. Variables a eliminar.
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