Y entonces, como si hubiera sentido mi mirada a través de cientos de metros de roca y silencio, como si el peso de mi atención hubiera sido suficiente para atravesar la distancia y tocar su consciencia, él se movió. Giró la cabeza. Lentamente. Con esa economía de movimiento que sugería poder absoluto. No había prisa. No había duda. Solo la certeza de que lo que sea que hubiera captado su atención merecía ser investigado. No pude ver sus ojos desde esta distancia. Las sombras y la luz antinatural conspiraban para ocultar su rostro en un borrón de contrastes. Pero no necesitaba verlos. Sentí su atención clavarse en mí. Fría como el vacío interestelar. Analítica como un escáner médico diseccionando tejido. Hambrienta de una forma que no tenía nada que ver con comida o deseo físico. Era el hambre de un agujero negro: la necesidad existencial de consumir, de atraer, de transformar todo lo que tocaba en más de sí mismo. Mi primera reacción fue empujar contra Caelan, intentar hacerlo retroceder, alejar a mi hermano de lo que sea que acababa de suceder. Porque algo había sucedido. Un cambio fundamental en el universo. Una conexión establecida que no podía ser deshecha. Pero me quedé congelada. No por miedo. Por fascinación. Era como estar frente a un precipicio. Esa atracción gravitacional hacia el borde, ese impulso de saltar no porque quieras morir sino porque quieres saber qué se siente durante la caída. El llamado del vacío, lo llaman los filósofos. L'appel du vide. Él era mi vacío. Y yo era la tonta parada al borde, preguntándome si volar y caer eran realmente tan diferentes.
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