Hombres de ceniza (romantasy-concurso)

Capítulo 21 (Completo y Actualizado): Nosotros (La Victoria Pírrica) [Punto de Vista: Fusionado]

La pregunta quedó suspendida en el vacío, no como un sonido, sino como la última vibración de dos mundos a punto de colisionar.

No hubo una respuesta verbal. No era necesaria.

Ella apretó mi mano. Y dio un paso hacia adelante, tirando de mí, hacia el Huevo de Oscuridad. Fue un acto de fe. Una respuesta física que trascendía cualquier lenguaje.

Y en ese paso, el universo se disolvió.

Las últimas etiquetas se desprendieron como piel vieja. "Príncipe". "Aberración". "Umberto". "Shiva". Nombres, títulos, roles... todo se quemó en el fuego silencioso de nuestra unión. El "yo" y el "tú" se convirtieron en un recuerdo lejano.

Ahora, solo éramos NOSOTROS.

No fue un sacrificio. Fue un regreso a casa.

La experiencia no fue una lucha. Fue una orquestación. La conciencia que había sido Umberto aportó la estructura, el mapa de la realidad. La conciencia que había sido Shiva aportó la melodía, la sinfonía de la vida. Juntos, no sumamos nuestro poder. Expusimos la verdad fundamental del universo.

Nuestro poder unificado no fue un rayo que destruyó el Huevo. Fue un tejido de realidad. Un telar de creación que lo envolvió. Pero el Huevo luchó. El vacío se resistió. Sentimos su hambre entrópica, su deseo de devorar, y respondimos tejiendo más fuerte, imponiendo las reglas de un universo donde la vida y la lógica coexisten.

No fue una sanación. Fue una contención.

El Huevo de Oscuridad no se transformó. Fue comprimido. La negrura devoradora se contrajo violentamente, luchando contra nuestra voluntad unificada, hasta convertirse en un núcleo inestable del tamaño de un puño. No era un cristal. Era un corazón negro, latiendo con una furia contenida, una prisión de realidad tejida con nuestras almas. La amenaza no había sido erradicada. Solo había sido encarcelada.

El proceso fue irreversible. Y brutal.

La conciencia de "NOSOTROS" se replegó, no suavemente, sino con la violencia de una cuerda que se rompe. La marea de poder retrocedió, dejando atrás dos individuos, marcados para siempre.

Dos cuerpos cayeron al suelo de la cámara, no solo agotados, sino heridos. Un dolor agudo, como fuego líquido, recorrió nuestras venas. Donde nuestras pieles se habían tocado, donde nuestras energías se habían entrelazado, ahora había cicatrices. Finas filigranas plateadas y doradas que brillaban con una luz febril, un mapa permanente de nuestra unión forzada.

Yo, Shiva, abrí los ojos. El dolor era una jaula, pero dentro de ella, mi percepción era nueva. Miré mis manos, y superpuesto a mi piel, vi el flujo de energía, las ecuaciones que describían cómo la luz interactuaba con la materia. Sentí la lógica fría de Umberto no como un huésped, sino como una segunda naturaleza, una calma en el corazón de mi tormenta.

Yo, Umberto, abrí los ojos. El análisis de mi sistema era inequívoco: trauma masivo de energía. Pero los datos eran irrelevantes. Miré la pared de metal, y superpuesto a su estructura, vi los Ecos de las manos que la habían forjado. Sentí la sinfonía de la vida no como un dato, sino como un latido familiar en mi propio pecho.

No habíamos perdido nuestra individualidad. La habíamos expandido. Pero a un precio. El vínculo ya no era solo un canal. Era una necesidad. Un dolor sordo comenzó a crecer en mi pecho, un eco del suyo, una advertencia de que la distancia ahora era veneno.

Nos pusimos en pie, tambaleantes, y nos ayudamos mutuamente a salir de la cámara.

El vestíbulo estaba en silencio. La niebla corrupta se había disipado. Los soldados de Ceniza y Polvo nos miraban, pero el miedo en sus rostros había sido reemplazado por un asombro cauteloso.

En el centro de la sala, donde antes solo había ruina, algo nuevo había brotado. Un árbol. Sus hojas eran de un cristal que humeaba con una tenue Sombra, y su savia, visible a través de su corteza translúcida, brillaba con la luz dorada de la Ceniza. Pero no era un milagro. Era un síntoma. Un escape de la energía inestable que apenas habíamos contenido.

El General Kaelen y el Comandante Valerius dieron un paso al frente. No con armas. Con una urgencia desesperada.

Fue Kaelen quien habló, pero Valerius asintió a su lado, su rostro una máscara de pragmatismo sombrío.

"El mundo que conocíamos se acaba de romper", dijo, su voz resonando en el nuevo silencio. "¿Qué viene ahora?".

No miré a los soldados. No miré el árbol inestable. No miré el futuro de dos pueblos.

Miré a Umberto.

Él me devolvió la mirada. En sus ojos, vi el reflejo de mi propio dolor, de mi propia determinación, de mi propio amor aterrorizado. Vi al hombre que había cruzado el infierno por mí. Mi ancla. Mi complemento. Mi hogar.

Y en la calma de ese nuevo mundo, en el silencio que siguió a la pregunta que definiría el futuro, lo único que importaba era la respuesta que nos dimos el uno al otro, sin necesidad de palabras.

Una sonrisa. Pero no era la sonrisa de la victoria. Era la sonrisa cansada, agridulce y desafiante de dos soldados que acababan de ganar una batalla, sabiendo que la verdadera guerra acababa de empezar.




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