No hubo tiempo para despedidas. El laboratorio Quimera, que por un breve instante había parecido un santuario, se convirtió de nuevo en una jaula.
"¡No pueden irse!", exclamó el General Kaelen, interponiéndose en nuestro camino mientras Umberto y yo nos dirigíamos a una salida de emergencia que sus mapas habían revelado. "Afuera es un suicidio. Mis hombres pueden contener a los Vigías. Los suyos pueden encargarse de... esa cosa 'Espejo'".
"No lo entiendes, General", respondió Umberto, su tono cortante y preciso. "No vienen a tomar el laboratorio. Vienen a por nosotros. Somos el faro que los atrae. Si nos quedamos, convertimos este lugar en el campo de batalla que destruirá a todos los que están aquí".
La verdad en sus palabras era tan fría y afilada como el metal de su armadura. Éramos el objetivo. Nuestra mera presencia ponía en peligro a los mismos soldados que ahora luchaban juntos por primera vez.
Miré a Kaelen, el hombre que me había enviado a una misión suicida y que ahora intentaba protegerme. "Confíe en nosotros, General", dije, mi voz más suave que la de Umberto. "Esta es la única manera".
Su mirada se posó en mí, luego en Umberto, y finalmente en nuestras manos, que aún estaban entrelazadas. Vi la lucha en sus ojos: el soldado pragmático contra el hombre que empezaba a ver más allá de la guerra. Finalmente, con un gruñido de frustración, se apartó. "Vayan. Les daré toda la distracción que pueda".
Nos deslizamos por los túneles de servicio, pasillos olvidados que olían a metal y tiempo. El dolor en mi pecho era un zumbido constante, un recordatorio de que no podía alejarme demasiado de Umberto. Era una cadena, pero también un ancla. A través de ella, podía sentir su concentración, su mente analizando las rutas, calculando las probabilidades. Y él, a su vez, podía sentir mi poder escaneando el entorno, leyendo los Ecos de la roca, sintiendo las vibraciones de cualquier cosa que se moviera en la oscuridad.
"Hay algo delante", susurré, deteniéndome. "No es un Vigía. No es una Quimera. Es... antiguo".
La voz de Umberto resonó en mi mente, a través del vínculo. El Centinela. Pensé que lo habíamos neutralizado.
No lo hicimos, respondí por el mismo canal. Solo lo dañamos. Está cazando.
Salimos a una caverna inmensa, tan grande que no podíamos ver el techo. Y allí, en el centro, nos esperaba. El Centinela de basalto y cobre. Su ojo de Sombra estaba oscuro, pero su ojo de Ceniza ardía con una furia renovada. Estaba dañado, pero no derrotado.
"No podemos luchar contra él", analizó Umberto. "Gastaríamos demasiada energía. Energía que necesitamos para mantener el sello del Devorador estable".
Entonces no luchamos, pensé, una idea audaz formándose en mi mente, nacida de la lógica de él y la intuición mía.
Me concentré, no en la bestia, sino en su ojo de Ceniza. No lo ataqué. Hice lo que mi poder hacía mejor: escuché. Me sumergí en el Eco de su creación, en la programación ancestral que lo animaba. Sentí su directiva: "Contener o eliminar la anomalía".
Y entonces, hice algo que nunca había intentado. No absorbí. No ataqué. Proyecté.
Proyecté una sensación a través del vínculo, directamente al ojo de Ceniza del Centinela. Le envié la imagen del Huevo de Oscuridad, la sensación de su poder corrupto, la amenaza que representaba para el equilibrio del planeta. Le mostré que nosotros no éramos la enfermedad. Éramos la cura.
La anomalía no somos nosotros, le transmití, no con palabras, sino con pura intención. Es aquello que dejamos atrás. Tu misión es contenerlo. Ayúdanos a detenerlo.
El Centinela se quedó inmóvil. Su ojo de Ceniza parpadeó, procesando la nueva información. Por un instante, pensé que nos atacaría. Pero entonces, con un gemido metálico que sonó como el lamento de una montaña, se giró. No hacia nosotros, sino hacia el túnel por el que habíamos venido. Hacia los laboratorios Quimera.
Se convirtió en nuestro guardián. Nuestra retaguardia.
"¿Qué has hecho?", susurró Umberto, su asombro palpable a través del vínculo.
"Creo que acabo de darle un nuevo objetivo", respondí, una sonrisa cansada formándose en mis labios.
Continuamos nuestro camino, dejando atrás a la bestia ancestral para que se enfrentara a los cazadores que nos perseguían. La primera amenaza había sido neutralizada, no con fuerza, sino con comprensión.
Pero mientras nos adentrábamos en las profundidades desconocidas, sabía que los otros enemigos, los que estaban hechos de carne, hueso y fanatismo, no serían tan fáciles de convencer.
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Editado: 12.11.2025