El eco del Espejo se desvaneció, pero el túnel que se derrumbaba detrás de nosotros era una amenaza mucho más real. Corrimos, el sonido de la roca quebrándose pisándonos los talones. Umberto me guiaba, su mano un agarre firme en la mía, tirando de mí a través de un laberinto de pasillos antiguos que su lógica y mi intuición trazaban en tiempo real.
"¡Por aquí!", gritó sobre el estruendo.
Nos lanzamos a una alcoba lateral justo cuando el túnel principal detrás de nosotros colapsaba por completo. Una nube de polvo y escombros llenó el aire, sellando la entrada. El mundo se sumió en un silencio repentino y sofocante, roto solo por el sonido de nuestras respiraciones agitadas.
Estábamos atrapados.
El espacio era minúsculo, apenas un hueco en la roca. Estábamos presionados el uno contra el otro, mi espalda contra la pared fría y su cuerpo un escudo frente a mí. Podía sentir cada músculo tenso en su pecho, el rápido martilleo de su corazón contra el mío. El calor de su cuerpo era un incendio en la oscuridad helada.
"¿Estás bien?", susurró, su voz una vibración profunda contra mi frente.
Asentí, incapaz de hablar. El peligro inmediato había pasado, pero nos había dejado en una situación infinitamente más peligrosa. El dolor de nuestras cicatrices de Fusión, que había sido un ardor sordo, se calmó por completo con nuestra proximidad, reemplazado por una corriente eléctrica que recorría cada centímetro de mi piel.
Levanté la vista. Su rostro estaba a centímetros del mío. Podía ver el polvo de la roca en sus pestañas plateadas, el sudor brillando en su sien. Su aliento, cálido y con un toque de ozono, rozó mis labios. Nuestras narices casi se tocaban. El mundo entero se había reducido a este espacio imposible entre nosotros.
"Si te beso ahora, Shiva...", dijo, su voz un murmullo ronco, una confesión que parecía arrancada de lo más profundo de su ser. "...no hay vuelta atrás".
La advertencia no era una amenaza. Era una promesa. La promesa de un precipicio del que ambos sabíamos que no queríamos regresar.
"Lo sé", respondí, mi propia voz apenas un suspiro.
Su mirada bajó a mis labios, y sentí su cuerpo temblar, un eco del temblor que recorría el mío. La lógica del Príncipe del Polvo estaba en guerra con el anhelo del hombre, y yo podía ver quién estaba perdiendo. Se inclinó, lento, torturador, borrando los últimos milímetros que nos separaban.
Sus labios se detuvieron a un suspiro de los míos. Un tormento exquisito. Podía sentir el calor, la promesa del contacto. Cerré los ojos, entregándome al momento, a la inevitable colisión.
"Te quiero...", susurró contra mi boca, la palabra una rendición total, "...aunque me queme".
Y justo cuando sus labios estaban a punto de rozar los míos, un temblor violento sacudió la cueva.
No fue un derrumbe. Fue un pulso. Una onda de energía pura y resonante que no venía de fuera, sino de dentro de nosotros. Nuestro vínculo, amplificado por el deseo y la proximidad, había conectado con algo más.
La visión nos golpeó a ambos al mismo tiempo. El árbol de cristal. El Corazón del Planeta. Pero ahora no era una imagen lejana. Estábamos allí. Podíamos sentir su energía llamándonos, tirando de nosotros.
El pulso cesó. El momento se rompió.
Nos separamos, jadeando, el hechizo roto. La oportunidad se había perdido.
Pero antes de que la decepción pudiera asentarse, una nueva luz iluminó la entrada de nuestro refugio improvisado. No era la luz de un cristal. Era la luz fría y hambrienta del Separador de Vínculos.
Caelan estaba allí, en la entrada del túnel recién despejado, su rostro una máscara de tragedia. El orbe en su mano brillaba, listo para ser usado.
"Debo...", murmuró, su voz quebrada por un dolor que ahora yo podía entender. "...detenerlos".
Miré a Umberto, cuyo rostro se había endurecido de nuevo, la máscara del Príncipe volviendo a su lugar. Pero sus ojos, fijos en los míos, decían otra cosa.
Un milímetro más, pensé, mientras el mundo se preparaba para romperse de nuevo. Un milímetro más, y estaría perdida.
Y lo habría valido.
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Editado: 12.11.2025