Hombres de luna azul

PRÓLOGO

El bosque no era lo suficientemente frondoso ni grande para esconderlos, los troncos de los árboles eran demasiado largos y gruesos, tendrían que treparlos para poder estar en un lugar más o menos seguro para ellos.

Hace un momento los habían perdido de vista, pero su olor aún seguía en el aire, diciendo que estaban cerca, al acecho. Él maldecía a su manada, la que antes había sido su hogar, pero la que ahora lo quería muerto, solo por una tontería que no iba hacer, aunque tuviera la obligación, y por un sentimiento que no debería nacer en el corazón de ningún ser.

El rastro de la soledad se veía y se sentía en el camino, hasta en la casa que se veía a lo lejos, la cual podría brindarle alojamiento, o, por lo menos, un lugar donde poder curar las heridas.

Él chico se adentró a la oscura casa forzando la entrada, dejando a sus acompañantes escondidos entre los arbustos cercanos a aquel fango que ayudó a esconder el olor de cada uno de ellos. Toda su familia tenía heridas que debían ser tratadas, en especial su hermana, y deseaba encontrar ahí dentro algo que le ayudara para ello, por lo que debía apurarse, antes de que los asesinos que le habían servido de manda, los encontraran.

Un ruido lo distrajo de todos los pensamientos que pasaban por su mente, tan solo había asumido que no había nadie, pero el olor de distintas personas estaba impregnado en el aire. Estaba lo suficientemente distraído para no haber pensado en revisar la casa. Desde el primer año de vida le habían enseñado el ser precavido, pero ese día todo lo que le habían enseñado se había ido de su mente.

Caminó en su forma lobuna hasta la entrada de la sala de estar, había estado buscando un botiquín, o algo que le ayudara a su familia, en el baño de una de las habitaciones del primer piso de la casa. En su camino se topó con ella, una chiquilla que no debería tener más años que él, y que aseguraba, era menor, tal vez un año menos. Estaba en pijama, con su cabello revuelto por la almohada o al menos eso supuso él.

Sus ojos se conectaron, el miedo construyéndose en los de la castaña. Ninguno de los dos se movía, él no quería asustarla y ella no quería ser atacada.

Él se movió con cautela, respirando pesadamente gracias al dolor que sentía por las heridas que aun no terminaban por cerrarse. Rodeo el cuerpo de la chica, rozando su cabeza en sus piernas como lo haría un gato, y luego, sin más, salió de la casa, dejando a la chica tan quieta como antes, pero con una expresión diferente en su rostro.




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