Abrí la puerta del auto y bajé de él solo dándole las gracias por acercarme a mi casa. No dije nada más, Alan estaba enojado y, por lo que podía percibir, mucho.
Me detuve cuando sentí otra puerta cerrarse, giré hacia Alan que caminaba en mi dirección. Me detuve y esperé a que llegara a mí, recordando que tenía dos de sus abrigos.
—Lo siento, iba a pasar otra vez —le dije llevando mis manos al dobladillo del primer suéter y halándolo con la intención de quitarlo de mi cuerpo.
Si bien mi intención era esa, mis manos se vieron interrumpidas por las de Alan que volvieron a bajar las mías y tomándolas entre las suyas me llevó hacia la puerta.
Solo hasta ese momento recordé que mi mochila había estado todo ese tiempo en el asiento trasero del auto de Alan, en ese preciso instante se encontraba en su hombro. También llevaba mis llaves en su mano.
Abrió la puerta y sin pedir permiso ni decir una palabra me metió dentro de ella. Caminó hasta el sillón y dejó mi mochila allí junto con la suya, mis llaves ya estaban en la mesita al lado de la puerta
Se volvió hacia mí mirándome con sus ojos intensamente.
—Lo siento Abril —dijo dejándome algo sorprendida. Debería haber sido yo la que se disculpara con él —, siento que pienses que creo que estás loca, pero necesito que me creas cuando te digo que no es así —pasó su mano por su mentón, suspirando —, lo siento, no quiero que comiences a alejarte cuando pienso que hay algún progreso contigo.
Me encogí de hombros sintiéndome como un cachorro regañado. Estaba por pensar que lo que decía Alice era cierto: Estaba cediendo ante Alan.
—No tienes por qué disculparte, no has hecho nada malo u otra cosa que nadie haya hecho ya —bajé mi mirada avergonzada por lo que iba a decir —. Lo siento.
Su silencio fue mi respuesta, obligándome a alzar mi mirada a sus ojos.
—¿Por qué? —Ni siquiera yo lo sabía.
—No sé, por ser como soy contigo y por no tratarte mejor, supongo. ¿Estás enojado? —Le pregunté al ver que, aunque se había disculpado, su expresión no había cambiado nada.
—Sí.
Inconscientemente mordí mi labio, decidiendo que hacer. Dedos fríos tiraron de él liberándolo de mis dientes. Me sonrojé cuando vi a Alan tan cerca de mí.
—He notado que te sonrojas cuando tienes rabia o estás avergonzada. Hace unos días vivías ruborizada, sin importar cuán lejos o cerca estuviera de ti. Vives con tus mejillas sonrojadas cuando estás en el instituto o cerca de personas que no conoces. ¿Por qué ahora cuando estamos solos no te sonrojas, a menos que esté verdaderamente cerca o te haga enojar?
Sus ojos estaban enganchados a los míos. Nunca los había reparado como hasta ese momento en que lo tenía cerca. Era escalofriante mirar dentro de ellos, creer que podrías caer por aquel poso de su pupila, la cual se había extendido un poco a la hora de mirarme. Sabía que si lo miraba más de cerca podía verlos como si tuvieran un paisaje desequilibrado dentro de ellos, conformado por aquellas motas cafés que se encontraban alrededor de su iris y caían dentro de su pupila.
Solté mi rostro de su agarre y evité seguir mirando sus ojos.
Él era realmente atractivo, pero no era como los demás chicos. Sí, puede que haya demostrado ser un poco arrogante, solo un poco, pero no era como los demás; él era tierno y no trataba de ocultarlo frente a las personas. O al menos no me lo ocultaba a mí.
Y lo que le dije era cierto: él era el sueño de toda chica, así, con ese toque arrogante, su ternura y su sonrisa desenfadada.
—No lo sé, no sé porque reacciono de esa forma a las situaciones, Alan.
Caminé hasta la encimera de la cocina, frotando mis ojos cansados.
Su mano se adueñó de mi muñeca y tirando de ella me llevó hasta las escaleras. Me quejé hasta que llegó a mi habitación y se metió en ella sin cerrar la puerta.
Se posó delante de mí y, sin siquiera pensarlo, tiró de su suéter sacándolo por encima de mi cabeza.
—¿Qué haces? —pregunté nerviosa al ver que se iba por el segundo.
No respondió, tan solo terminó de sacar cualquier prenda suya de mí dejándome con mi camisa de media manga. Fue hacia mi cama, deshaciéndola. Volvió a mí y dándome un pequeño empujón me hizo sentar en ella.
—¿Alan? —Lo llamé ahora asustada —, ¿qué haces?
—Te acompañaré mientras duermes así que acuéstate.
Dudé. Dudé mucho antes de hacerlo. Me acosté, pero no cerré mis ojos, me quedé mirándolo, analizándolo. Corrió la silla de mi escritorio por la habitación hasta el final de mi cama, se sentó con sus dedos cruzados y con su cabeza apoyada en sus pulgares mirándome fijamente.
Sus cejas se arquearon, sus ojos duros.
—No puedes dormir con los ojos abiertos.
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Editado: 05.12.2018